Escribir para el lector valenciano desde una población polaca de sesenta mil habitantes no tendría demasiado sentido por sí mismo. Las pocas reminiscencias españolas por aquí se reducen a un indicador del Camino del Santiago que desde la plaza mayor marca la distancia de 4.031 km (tres cuartos de lo mismo por rutas modernas de carretera), a un viejo cajero del Santander incrustado en la vitrina de una floristería y a la venta en comercios del agua mineral Fuente Primavera –proveedor oficial desde Requena de las tropas estadounidenses desplegadas en Polonia. Incluso en la compra del vino español –tarea no demasiado fácil por ser más asequibles los chilenos–, una dependienta, que me ayudaba con la búsqueda entre los estantes, se detuvo por un instante ante el etiquetado de la botella en la que ponía «Portugal» y preguntó: «¿acaso no es España?» Pero estamos en Przemyśl, ciudad fronteriza con Ucrania, en la que desde hace un mes y medio opera la fundación valenciana Juntos por la Vida, hasta ahora referente en la acogida de niños y hoy en el rescate de desplazados por la guerra de Rusia. De hecho, la primera lengua que oí hablar en la estación ferroviaria de esa ciudad fue el valenciano, al coincidir con unas chicas –también recién llegadas– de la ONG València acoge.

Aquí, el centro de estancia temporal que ha llegado a acoger a más de cinco mil personas al mismo tiempo, visto por unas señoras sevillanas que justo venían a organizar el trayecto a España –a través de Juntos por la Vida– en un autobús pagado con el dinero que reunieron de manera privada, deja un único comentario: «no sabemos lo que tenemos». En efecto, nuestras quejas del día a día se quedan en nada al ver que otros europeos han visto reducidas sus vidas a dormir apretujados en un antiguo centro comercial sin ventanas. El añorado valor de poder estar en tu casa –sea como sea– se reproduce no solo entre los refugiados, sino también por una voluntaria valenciana, al oírle decir en un momento de bajón: «cómo echo de menos la paella».

Hay que decir que, personalmente, también me apena el hecho de no observar ninguna seña de la Unión Europea –solo las banderas que han traído los voluntarios de sus respectivos países para que sea más fácil identificarles visualmente como posibles destinos. Salvo la seguridad –velada por policías y militares–, todo en este centro, desde el agua o la comida para refugiados, voluntarios y conductores, hasta el cuidado animal para los muchos que no dejan atrás a sus mascotas, es facilitado por otros voluntarios, muchos de ellos espontáneos, en colaboración con empresarios locales. Porque a este gigante hub de solidaridad tampoco ha llegado ninguna gran organización; ni Cruz Roja, ni Unicef, ni ACNUR. Así, es en ese mismo Przemyśl –como en tantos otros rincones, ciertamente– se está curtiendo una unión de ciudadanos sin fronteras, plurilingüe y humanista que se presta a una buena y tan necesaria causa con sus recursos personales sin esperar a la acción pública. Un espacio igualitario en el que solo destaca llamando la atención algún español, como el autor de estas líneas, que aparece en el interior con la mascarilla puesta, cuando nadie más la lleva. En definitiva, un ambiente libertario en el aflora la convicción de que Europa es el lugar y la idea de paz. Una comunidad a la que se le cae el alma al suelo cuando otros, como nuestra Universitat de València, se aferran a mantener relaciones con entidades del régimen criminal de Putin.

Mientras tanto, el gobierno polaco, demonizado en 2015 por resistirse a las cuotas de refugiados que llegaron cruzando el Mediterráneo –entonces sí actuó la UE como tal–, y alabado en 2021 por cerrar la frontera a cal y canto frente a la marea humana de Oriente Próximo, artificialmente creada por eje ruso a través de Bielorrusia, hoy en día si es que recibe algún crédito es con la boca pequeña. Poco se dice sobre que Polonia se ha abierto de puerta en puerta a los millones de ucranianos que huyen de la guerra.

Tradicionalmente acusada de beneficiarse de las ayudas europeas, Polonia lleva meses dejando de ingresar cada día un millón de euros de los fondos comunitarios que le corresponderían, en aplicación de la multa coercitiva de las instituciones europeas por su desafortunada reforma judicial. Al mismo tiempo, mientras la UE sigue discutiendo si o cómo apoyar la financiación de la acogida protagonizada por los polacos, este país sufraga con sus propios ingresos el descomunal gasto social desplegado.

A pesar de cuanta mala prensa por algunas de sus políticas de Estado, se trata de un país con una ciudadanía que se ha mostrado ejemplar en vecindad, adelantándose incluso a su gobierno en la ayuda de primera mano que podían prestar y abriéndose al conocimiento mutuo a partir de la actual experiencia de convivencia. Todo ello a pesar de mantener durante años numerosas reticencias con los ucranianos por cuestiones de enfrentamientos históricos. De hecho, otra de las derrotas del Kremlin es haber fomentado la reconciliación definitiva polaco-ucraniana que, siguiendo la reconciliación germano-polaca tras el Concilio Vaticano II y la reconciliación francoalemana de los años 1950, completa una nueva y decisiva etapa de la construcción europea.

Polonia es, hoy en día, el sitio donde se hace Europa. Pero, al mismo tiempo, es un territorio en el que sobre la Unión Europea se habla en tercera persona.