Decía san Pablo VI que se debe reflexionar acerca de que el sentido religioso no es  criterio de  verdad:  es  una necesidad  de verdad; pues, aunque toda la historia de las religiones demuestran  la incansable  tendencia, muchas veces humilde y sublime,  otras  tantas  fantásticas  e innobles del  alma humana  hacia  lo divino, el ser humano necesita, como del oxígeno, vivir en verdad.

Hoy, en un mundo secularizado, los resortes vitales son flojos. Se dice que estamos en una sociedad líquida, reflejo de un relativismo en el que las convicciones que antaño abrigamos, y que nos mantenían tensos, hoy se han disipado y ya no son suficientemente sólidas para mantener una actitud digna ante el misterio de la vida, que hoy está agostada. Hace unos días leía una entrevista a varios demógrafos en la que señalaba que la fecundidad en España, que ahora está en 1,1 hijos por mujer, va a seguir siendo así, por diferentes motivos tanto estructurales como valorativos. Pero intuyo que pesan más el cambio de valores, que es mucho más recóndito, que lo estructural: mayor autonomía y empoderamiento de la mujer, deseo de autorrealización, estudios más prolongados, trabajo a tiempo completo, aparte de otros más profundos como la pérdida del sentido de la maternidad, vida más cómoda, etc., que hace que ya no se conciba la maternidad como un hecho natural y deseable, sino más bien como un modo más de completación personal.

Como advirtiera Ortega y Gasset, con esta mengua de la demografía comienza un prolongado proceso de decadencia, como ha sucedido en otras culturas y civilizaciones. Pensemos en la caída del imperio romano. En tiempos de mayor zozobra, hay una mayor dosis de valor personal y de arrojo para afrontar la vida.  En cambio, en las épocas de  consunción (consumismo), el  valor (valentía) se convierte  en una cualidad  insólita  que  sólo algunos poseen. Se siente la vida como un azar en que el hombre depende de voluntades misteriosas, latentes, que operan según los más pueriles caprichos. Ya no se confía en un futuro que se ve como problemático. Esto produce un cierto aturdimiento. Como afirmaba Julián Marías, «una desorientación acaso más profunda que ninguna otra, porque quien la padece no sabe que está desorientado. Se deja llevar, y ni siquiera se da cuenta de que está perdido». Marías es certero cuando relaciona esta desorientación con la falta de reflexión. Y concluye que es imprescindible, cuando el hombre se hace consciente de esta confusión, mostrar interés por las cuestiones más profundas y espirituales para el ser humano. En la vertiente vital necesitamos un cierto acceso a la verdad; y confiar en que la razón nos lleve a creencias firmes e irrenunciables.