Dos días antes del intento del golpe de Estado –23 de febrero de 1981– en su discurso de investidura a la presidencia del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo incluyó en su programa de gobierno el ingreso en la Alianza Atlántica.

El 10 de junio de 1982 abrió la ceremonia de apertura de la reunión del Consejo del Atlántico Norte –con la participación de los jefes de Estado y de Gobierno de los países miembros de la Alianza– con un discurso defendiendo el profundo significado para España de romper el aislamiento. Tuve el honor de contar con la invitación del presidente para que le acompañara a Bonn.

Fue este el primer acto formal que inició el camino de la adhesión, con la opinión dividida y la tenaz oposición de la izquierda, «OTAN, de entrada, no», ambiguo eslogan que servía para torpedear los esfuerzos del Gobierno y, muy probablemente, para galvanizar la holgada ventaja electoral que vino pocos meses después.

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Efectivamente, Leopoldo Calvo-Sotelo gobernó España durante un periodo breve de tiempo, que comenzó inmediatamente después de un intento de golpe de Estado y finalizó, dos años después, por causas que la historia se encargará de ordenar.

En la cadencia que reseña los jefes de Gobierno de la democracia restablecida con la Constitución del 78, se ha convertido en una rutina saltar una y otra vez –de Adolfo Suárez a Felipe González– sin mencionar siquiera la autoría de quien: embocó la adhesión a la Alianza Atlántica; impugnó la benevolente sentencia militar a los golpistas del 23 F, rectificando la jurisdicción civil con la ampliación de la condena –para los más protagonistas a 30 años de cárcel– dejando así en herencia, definitivamente asentada, la sujeción de las Fuerzas Armadas al poder político; formó el primer consejo de ministros enteramente civil, incorporando por primera vez a una mujer y poniendo al frente del ministerio de Defensa a un abogado del Estado; aprobó la ley del divorcio; inició las conversaciones para el establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel y, bajo su mandato, tuvo lugar la disolución de ETA Político Militar, sin cesiones.

Habrá quien se pregunte: ¿A qué viene esto, cuarenta años después? La respuesta es sencilla. Se ha insistido en cancelar, arbitraria y abusivamente, un tiempo democrático convulso, hostigado por un terrorismo incesante y posteriores intentos de golpismo que fueron desbaratados. Pero el mero sentido común y la justicia reclaman la recuperación para los libros de texto del relato de cuanto sucedió en aquel tiempo.

Con una trayectoria traslúcida, completada con una ejemplar transición del poder –desde un gabinete centrista al primer gobierno socialista desde la Segunda República– tras unas elecciones que arrojaron un resultado abrumador para el ganador: 202 diputados.

En el activo del presidente arbitrariamente cancelado, también: la organización de UCD como coalición electoral, anclada en un acuerdo con quince partidos democristianos, liberales, socialdemócratas y regionalistas en la primavera de 1977; la firma en octubre de 1977 –como portavoz del grupo parlamentario centrista– de los Pactos de la Moncloa, que inauguraron una política de concertación en la que más tarde se inscribió el Acuerdo Nacional sobre Empleo; la firma, con Felipe González, secretario general del PSOE, de los acuerdos que fijaron el mapa autonómico español (la LOAPA) y establecieron el calendario para la tramitación de los Estatutos pendientes de aprobación.

Con anterioridad y como ministro para las relaciones con la Comunidades Europeas (CE), en febrero de 1979 inició formalmente las negociaciones de adhesión, tras la solicitud de julio de 1977, entendimientos que siguió impulsando, primero como vicepresidente y posteriormente desde la Moncloa.

Pendenciero funcional, dejó escrito: “Llevé a mis huestes hasta el lindero de la Tierra de Promisión, pero la firma del Tratado le tocó a mi cuñado y sucesor, el socialista Fernando Morán, a quien siempre recito el romance del Cid: «Que non venciera Josué si Moisés non lo ficiera».

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En el envés, la primera gran crisis sanitaria en la historia contemporánea de España, causada por el aceite de colza desnaturalizado que contenía una sustancia tóxica (anilina), que provocó una intoxicación masiva con el resultado de un numero discutido de muertes y más de 20 mil afectados.

Tras el juicio del siglo en la Casa de Campo, en 1997 el Tribunal Supremo condenó a los responsables –industriales desaprensivos– y declaró al Estado responsable civil subsidiario. Un lector desavisado pensaría que fue el Estado el que vendía el aceite de colza adulterado, cuando ya entonces se argumentó que se vendía en mercadillos, competencia municipal de ayuntamientos de muy distinto signo político.

 Cuarenta años después, el síndrome del aceite de colza, made in Spain, sigue afectando a miles de personas en todo el país.

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En vísperas de la cumbre de la Alianza Atlántica (Madrid, 29 y 30 de junio), tiempo de celebraciones, el ministerio de Defensa ha presentado un libro «40 años de participación activa de España en la OTAN», que contribuye al desconcierto –al incidir en la cancelación – esta vez adobado con un cándido adanismo.

La nota oficial –publicada en la web de la Moncloa– en la que se obvia la realidad que vivimos quienes estuvimos implicados en sacar adelante la adhesión de España a la Alianza Atlántica, arco de bóveda del gobierno Calvo-Sotelo, reza así: «España se convirtió el 30 de mayo de 1982 en el miembro número dieciséis de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, una organización internacional cuyo objetivo es garantizar la libertad y la seguridad de sus miembros a través de medios políticos y militares. (…) Tras las elecciones generales del 28 de octubre de 1982, se abrió un período de reflexión que culminó con un referéndum el 12 de marzo de 1986, en el que un 52,54% de la población votó a favor de la adhesión a la OTAN».

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Años más tarde, en 2005, en su discurso de entrada en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, Leopoldo Calvo-Sotelo hizo gala de su condición de hombre bien pulido en el lenguaje: «La incorporación de España a la Comunidad Europea y a la Alianza Atlántica ha sido el final de nuestra larguísima decadencia histórica y el principio de una manera nueva de ser español. UCD lo supo ver así en 1981; el PSOE necesitó cinco años más, pero parece haberlo entendido ya. Este es el sentido último de la polémica atlántica».

Su convicción, inexpugnable, fue siempre que España se uniese a la OTAN para garantizar su integridad territorial y reforzar así la seguridad del eje Baleares-Gibraltar-Canarias, protegiéndolo de posibles expansionismos foráneos, en primer lugar, de Marruecos.

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La llegada al poder de Felipe González tuvo como efecto secundario la revisión de certezas discordantes con el atlantismo. Su convencimiento de la utilidad de permanecer en la OTAN, fielato de entrada a la Comunidad Europea, dio paso a la convocatoria de un referéndum.

El gobierno socialista se comprometía a respetar tres condiciones: la no incorporación a la estructura militar integrada de la OTAN; la prohibición de instalar o introducir armas nucleares en el país y la reducción de la presencia militar norteamericana en el territorio español.

Y finalizaba con una pregunta que no se libraba de la ambigüedad: «¿Considera conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica, en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?».

El sí ganó por los pelos –52,54% de los votos a favor, 39,83% en contra y 6,54% de abstenciones– y no se cumplió ninguna de las tres condiciones. El presidente González no tuvo empacho en reconocer que la convocatoria de aquel complicado simulacro fue «la mayor equivocación» en sus catorce años de mandato.

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A apreciar que, en su reciente discurso en el Palacio Real, el actual presidente del Gobierno tuvoiera un generoso reconocimiento a la actuación de su antecesor, Leopoldo Calvo-Sotelo.

Pero las singularidades que ofrece la OTAN en el país de las paradojas ofrecen pruebas como el tuit de un miembro de su Gobierno, afirmando que la Alianza era una «organización de terrorismo legal». 

De modo que, el compromiso atlantista del anfitrión de la cumbre de Madrid se da de bruces con la negativa de sus socios de coalición, que no participarán porque lo consideran un derroche. Justamente, de quienes depende la estabilidad política cuestionan la Constitución, rechazan la monarquía, desafían al Estado y desacatan la Justicia.

Como, justamente, ha reclamado un político socialista, que fue presidente del Principado de Asturias, Pedro De Silva: “Es de obligación cívica y un servicio a la historia la preservación de la memoria al por menor de una persona de su importancia».

Quien, a juicio de muchos, ha sido el más culto y discreto de nuestros expresidentes –y no ciertamente porque hiciera voto de silencio– con una palabra llena de pasión por el diálogo, no merece el olvido en forma de cancelación, como pauta común de actuación, por parte de quienes tienen mayor responsabilidad en defender la verdad de nuestra historia.

¿A quién conviene la ficción estrafalaria, consistente en persistir en la mendacidad de que quien fue presidente del Gobierno –hombre serio, político honesto, ingeniero riguroso– nunca existió?

Como lo habría calificado una de las figuras más importantes de la filosofía occidental, el empirista escocés David Hume, se trata de un fenómeno inexplicable y extraordinario.