Es difícil enfrentarse a la tozuda realidad de las cifras y esquivar la paradoja que vivimos con el desempleo. Es difícil y políticamente incorrecto. Según el INE, actualmente tenemos más de 3 millones de personas sin trabajo, de las cuales 471.000 son menores de 25 años. Y de entre todos ellos, muchos reciben salarios sociales para poder subsistir, aunque, al mismo tiempo, hagan falta con urgencia nada más ni nada menos que 100.000 camareros en toda España, además de otros tantos empleos relacionados con la construcción y varios oficios. Por tanto, creo que no hay que derrochar perspicacia para comprender que algunos de los que reciben estas ayudas no están interesados en este tipo de empleos.

Me parece incuestionable la necesidad de ofrecer prestaciones a todas aquellas personas que lo necesiten. El estado de bienestar europeo se sustenta en esto, entre otras cosas, y el principio de solidaridad social debe prevalecer en nuestra sociedad. Sin embargo, desvincular los subsidios de los planes de empleo son medidas demagógicas y clientelistas que evidencian disparates como el que vive ahora mismo nuestro país: ¡la ausencia de camareros con una de las cifras de desempleo más altas de Europa!

La aprobación del ingreso mínimo vital —con un gran consenso político —no solo pretendía ayudar al tejido más desfavorecido del país, sino también evitar que cada comunidad autónoma echase mano de sus propias ayudas y generara desigualdades entre las unas y las otras. Pero lo cierto es que las desigualdades se mantienen porque estas comunidades continúan con sus prestaciones más allá del ingreso mínimo vital.

En la Comunidad Valenciana, estas ayudas siempre han estado inmersas dentro del sistema de los servicios sociales, lo cual, a priori, parecería tener toda su lógica. Estamos hablando de las prestaciones económicas regladas, las rentas garantizadas de ciudadanía y la actual renta valenciana de inclusión. Sin embargo, todas estas ayudas —que nacen dentro de un marco de contraprestaciones a cambio del subsidio recibido —nunca se han podido implementar con la intensidad necesaria. La teoría no se sostiene frente a la práctica, bien por falta de coordinación, bien por la falta de implicación por parte de los servicios públicos de empleo.

En otras comunidades autónomas, este tipo de prestaciones se integran dentro del sistema de empleo, con lo que es más fácil controlar la búsqueda activa y la motivación personal de los beneficiarios. Sin embargo, en la Comunidad Valenciana, no. Es un hecho que los servicios sociales no tienen los medios para superar la esquizofrénica de verificar en qué se gastan el dinero público los usuarios, a la vez que deben intentar fomentar su autonomía y promoción personal.

Es un hecho que necesitamos de estas ayudas para mantener la paz social, pero en el modo de implementarlas radica su éxito o su fracaso. Y como fracaso entiendo que exista una desmovilización en la búsqueda de empleo. ¿Por qué habría de buscarlo si los salarios están más bajos que los importes percibidos por la renta valenciana? ¿Cómo evitar la economía sumergida cuando puedo echar mano de ambas cosas? ¿Para qué ponerme a trabajar si me van a suspender la prestación y luego cuando la vuelva a necesitar tardará en reactivar un tiempo imprevisible? Los de respuestas demagógicas encuentran la solución en la subida de los salarios para estos oficios, pero a veces son los mismos que quieren ir a un bar y continuar con un menú a 12,50 euros.

Y si además de todo esto se constata que no existe un control sobre los ingresos percibidos y se da el caso de que muchas familias reciben notables importes de la renta valenciana aun con el incumplimiento de requisitos o contraprestaciones y, al mismo tiempo, la Generalitat Valenciana desiste de su reclamación, pues es fácil explicar la paradoja laboral en la que nos encontramos.

Es evidente que muchos lo negarán, pero el panorama habla por sí mismo y evidencia lo que venía a contar aquel cuento medieval: que el rey está desnudo, cuando nadie se atrevía a decírselo. Faltan camareros, camioneros, carpinteros y muchos trabajos donde hay que esforzarse duramente, pero hace mucho tiempo que nos hemos instalado en un estado de bienestar que no tiene entre sus principios el fomento del esfuerzo, el sacrificio y el cuidado de lo público, caldo de cultivo para los getas, oportunistas y vagos en toda regla.