Sé que suena burgués hablar de desayunos con la que está cayendo. Esta misma mañana he visto en el acceso de una defenestrada oficina bancaria de la calle de Matías Perelló a un hombre y una mujer que viven ahí, en ese espacio: comen, duermen en un colchón, se lavan, asean ese reducto con un pozal de agua, por lo que hablar de desayunos con esa imagen que digo metida en la memoria despide un tufillo de exquisitez egoísta, es como un guiño de primer mundo, pero hoy no van en ese sentido mis intenciones. Mi idea pretende fijar el desayuno, los desayunos, como acto social. Quiero mencionar, por ejemplo, a Antoine y ‘Los 400 golpes’ cuando sus padres, Gilberte y Julien Doinel, lo mandan al liceo y le preguntan si ya ha desayunado, y él dice que sí y los espectadores observamos cómo su desayuno se reduce a un terrón de azúcar que el niño mastica al encontrarse con su amigo, René, ya en la calle parisina, esa calle en blanco y negro del filme.

No ignoramos que los pintores impresionistas fueron los primeros en recrear la cotidianidad sin pretender mitificarla, aunque acabaron mitificándola. Claude Monet nos ofrece escenas con comida, un ‘petit-déjeuner’, en el jardín de su casa de Giverny, personajes sentados alrededor de una mesa, distraídos, hay un periódico doblado, una taza, una cafetera y cruasanes, un rayo de sol cae en picado sobre el mantel blanquiazul. Nada que ver con los desequilibrios gastronómicos de El Bosco en sus panorámicas: en ellos se asiste a una representación de connotaciones bíblicas, probablemente ligada al pecado capital de la gula. El Bosco es fantástico cuando nos detenemos en su alucinante bestiario pero es menos fantástico cuando descubrimos que en verdad se dedica a releer las historietas del Antiguo Testamento y las metaforiza. Lo cierto es que, más allá de la locura surreal que nos conmueve en un principio (esos aparentes animales hibridados, esos signos eróticos también aparentemente encubiertos), cristaliza una clásica pedagogía en su discurso. Es comprensible estando por medio Felipe II.

Hubo un tiempo en el que en España se desayunaba mal y rápido. Era una simplificación porque se consideraba que la primera comida del día carecía de interés y profundidad, algo a liquidar lo más pronto posible. Un vaso de leche, quizá una galleta, y viento, como el pobre Doinel. Los fines de semana variaban algo, un poco, quizá tostadas con mantequilla y mermelada de melocotón.

Los desayunos empezaron a cambiar nuestra morfología y la suya a partir del desarrollismo económico nacional y por el influjo de las series norteamericanas de los años sesenta, con su neocolonización cultural a través de la tele. Cereales, zumos, leche chocolateada, todo ello devorado entre risas en cocinas diáfanas, en mesas redondas, dentro de un buen rollo familiar. Café y huevos revueltos con beicon para los adultos. Eso en formato estándar. La cosa podía prolongarse con tortitas y salchichas, formato expandido, que nunca prosperó entre nosotros por su exceso. Solo cuando viajamos, y nos lo pudimos permitir, hicimos acopio del desayuno inglés en el hotel, repetimos con el huevo y las alubias y la morcilla y el pan tostado, con el zumo y el café, y otra taza más antes de levantarnos de la mesa para pasear por los jardines de Kensington sin remordimiento alguno por el lípido colesterol.

Pero regresemos. Después de aquel desayuno austero estaba el colegio y su inmenso tedio. La monotonía de la aritmética, las declinaciones del latín, el francés gutural de aquel profesor con pañolito atado al cuello que nos explicaba cómo ligar y cuánto ligada él cada día (una mañana, no acudió a clase, lo hizo el director del centro, y nos dijo que el día anterior había muerto de un infarto de miocardio, lo juro), las partes científicas del pez y del caballo en aquel libraco severo, la Formación del Espíritu Nacional (FEN) en cuya portada aparecía el Doncel de Sigüenza y cuyo contenido era demoledor, y no por su ideología, que también, sino por su más absoluto sinsentido de la didáctica. De otro lado, mejor, ya que ninguna huella quedó en mí.

¿Cuál es la diferencia con los desayunos de hoy? Precisamente lo que va detrás. Ahora ya no es descender los cinco pisos, corretear por la acera y llegarse al edificio frío, reglamentado y silencioso del colegio, aquel tiempo en el que, no obstante, siempre había un resquicio por donde respirar y olvidarte del presente y mucho más ignorar el futuro incierto, ahora está la guerra de Ucrania, está la emergencia climática, la DANA ya anunciada, los incendios, la inflación galopante, la psicosis de los pinchazos a las mujeres y su comprensible alarma, la viruela del mono, el covid latente, el choque de Taiwán, Gaza, Argelia, y pongan ustedes mil sucesos más como el de ese hombre y esa mujer que, cuando he pasado por delante de ellos a la hora del desayuno, me han dado los buenos días, ambos sentados en el suelo, codo con codo, sonrientes en ese hueco inmundo de un local que, en su momento primigenio, fue sucursal del banco de Valencia.