¡Amanece en Valencia, son las 7:52. Centenares de vehículos entran y salen por la pista de Ademuz, antiguo camino de Liria. Se trata de una de las arterias con más congestión de tráfico. A la altura de la cruz que indica el inicio del término dos rascacielos miran al cielo y, a modo de puerta de entrada, nos encaminan a la ciudad. Al fondo una Dama de Elche rinde tributo a los íberos, primitivos pobladores de nuestras tierras. Valencia, como cada día desde hace 2160 años, despierta a la vida; 788.318 amaneceres ha vivido desde que el cónsul romano Junio Bruto la fundara en el año 138 antes de Cristo en una isla fluvial. Su primer nombre fue Valentia Edetanorum. Dos milenios en los que los avatares de la historia han sido innumerables: destrucciones, refundaciones, conquistas, reconquistas, pestes, inundaciones, alzamientos, asedios, incendios, resistencias y toda clase de sucesos que han ido forjando una ciudad, hoy moderna y ayer antigua.

La capital del Turia se ha ido transformando a lo largo de los siglos. En época de la fundación dos ejes atravesaban Valentia: Decumanus Maximus y Cardo Maximus. Eran calles romanas con gran actividad comercial. Junto a ellas el templo de Asklepios, el Foro, o el Circo han quedado sepultados por el paso de los siglos. Con la llegada de los árabes el nombre de la ciudad cambió a Balansiya; también se le denominó Madinat al-Turab, ciudad del barro o de la arena. Entonces la urbe era un laberinto amurallado con siete puertas en el que alternaban callejuelas, callejones sin salida y algunos jardines. De ella diría Ibn Hariq Al Balansí que era una espléndida ciudad que enamoró a poetas andalusíes. Pasaron los años y con la reconquista cristiana fue alcanzando unas dimensiones que hoy día podemos reconocer fácilmente paseando por el centro de la metrópoli. Aquí brilla con luz propia el Miguelete, que ha estado vigilante a los cambios de la historia producidos por el devenir del tiempo. A sus pies, acompañados por el sonido de las campanas, día a día van y vienen, vienen y van ilusiones, esperanzas, cavilaciones, añoranzas, alegrías, problemas, tristezas y toda clase de pasiones. La importancia que tuvieron en su día la calle Serranos, la calle Caballeros o la calle Ruzafa actualmente la tienen tres grandes vías en las que se concentran muchos vecinos: la avenida del Cid, Blasco Ibáñez y la avenida de Burjassot.

Los paisajes urbanos evocan los recuerdos y sostienen la trama de nuestras vidas. Para los que hemos tenido la suerte de que nuestro hogar público haya sido Valencia, cada rincón, cada calle y cada plaza guardan especiales evocaciones. En mi caso, la calle del Cabrito es toda una metáfora de la niñez. Cerca de allí tres plazas forman el corazón del barrio del Carmen: la plaza de Santa Cruz, la plaza del Árbol y la plaza del Ángel. Junto a la calle Roteros o la calle de Blanquerías constituyeron un microcosmos en el que comencé a despertar a la vida. A ello ayudó considerablemente el paseo dominical con mi padre por el centro histórico. Acudíamos a la Lonja para comprar sellos y paseábamos por la plaza Redonda y sus aledaños que, domingo tras domingo, nos ofrecían un colorido y variopinto espectáculo callejero. Aprendí a amar la riqueza y diversidad cultural de mi ciudad.

Aprovechando que este año Valencia es la Capital Mundial del Diseño, los retos del futuro que se nos plantean son una gran oportunidad para continuar transformando la ciudad con infraestructuras sostenibles, centrada en sus habitantes, que mire al mar de otra manera, en la que las calles y las plazas sean para estar y no para visitar, y en la que se destierre el modelo de parque temático y franquicias. Esperemos que en el futuro el cielo siga siendo azul, la música y la pólvora continúen resonando en nuestras calles y Valencia permanezca fiel a su identidad mediterránea; siempre Valencia.