En el razonamiento económico suele utilizarse la simplificación de que todos disponemos del mismo poder cuando utilizamos el mercado para aportar o proveernos de bienes y servicios. Incluso, se llega a afirmar que nuestra capacidad de negociación, como consumidores, se encuentra al mismo nivel de fortaleza que el de las empresas suministradoras. Es cierto que, a medida que se profundiza en el análisis, los economistas añadimos nuevos supuestos, y restricciones para otorgar mayor autenticidad a las hipótesis iniciales. Incluso, diseñamos instituciones regulatorias que pretenden, una vez detectada la diferencia de poder existente en múltiples mercados, introducir normas que corrijan aquélla. Una actividad regulatoria, de inspección, supervisión y control, que puede encontrarse en la compraventa de acciones y otros valores, las operaciones financieras, el mercado energético, las telecomunicaciones y un amplio abanico de órganos administrativos.

La existencia de instituciones vigilantes no impide que la pretensión de igualdad se convierta en utopía en muy diversas ocasiones. Los mercados tienen vida propia: la mano invisible puede tornarse palpable, transformada por quienes son capaces de modificar las reglas de juego de un mercado concreto, sustituyéndolas por aquellas que les son particularmente beneficiosas. Así lo están viviendo los ciudadanos en búsqueda de una vivienda en alquiler. Se enfrentan a una reducida oferta que ha permitido, a los detentores de los inmuebles disponibles, establecer una extensa lista de condiciones que el aspirante a inquilino debe cumplir, ya que su negociación queda generalmente excluida.

Por supuesto, la primera de ellas es el precio del alquiler, cuyo ritmo de crecimiento expresa un problema de largo recorrido causado por el reducido tamaño de la oferta de alquileres y el frenazo del conjunto de la promoción inmobiliaria tras la crisis de la pasada década. Una situación acompañada por el cambio interno que ha tenido lugar entre los ofertantes, desde los arrendadores particulares hacia las empresas inmobiliarias, incluidos los fondos de inversión. Con la guinda de la pobre oferta de vivienda pública en España y sus tortuosos meandros burocráticos. En conjunto, lo descrito contribuye, entre otras, a colapsar la emancipación de los jóvenes, demorar el establecimiento de su proyecto de vida y mantener una de las peores tasas de natalidad del mundo.

Se podría pensar que el precio refleja la disparidad de poder entre arrendadores y aspirantes a inquilinos y que, en ese punto, concluye la historia. No es el caso: el casting abarca mayores exigencias. Una vez aceptado el alquiler mensual, el futuro arrendatario debe aceptar la aportación de una garantía de pago que puede concretarse en la entrega anticipada de varios meses de alquiler, -en ocasiones hasta un año-, la aportación por un tercero de un aval equivalente al periodo de contratación o el pago de una prima de seguro de alquiler que ofrezca al arrendador la certeza de su cobro. Exigencias que no excusan el habitual adelanto de una o dos mensualidades como garantía ante eventuales reparaciones por daños cuando el inquilino concluya su relación contractual.

Además, en algún momento del proceso de contratación, puede que se recabe del arrendatario un dossier de su solvencia económica. Puede tratarse de su historial laboral, la fijeza del contrato de trabajo, el importe de la nómina o el certificado de sus cuentas bancarias. Añádase a lo anterior la ocasional asunción de los gastos comunes de la finca, por más que estos correspondan a los propietarios. Sumadas las anteriores obligaciones, no sorprende que, incapaces de obtener el arrendamiento de un piso modesto pero digno, se termine aceptando infraviviendas aquejadas de antigüedad, humedades, roturas y otros defectos que la propiedad se abstiene de eliminar: ¿se preocupa alguien de la habitabilidad mínima de las viviendas alquiladas?

Los ciudadanos podemos encontrarnos, asimismo, con otras manifestaciones de abuso de poder ejercidas con menor ruido. Un importante banco, resultante de un proceso de fusión, requiere diversa documentación que, aparentemente, no figura en los archivos de uno de los bancos fusionados- Hasta aquí todo más o menos normal. Lo llamativo es que el banco amenace con que, si no se atiende su petición en plazo, reducirá la operatividad de la cuenta del cliente; por ejemplo, imposibilitando los ingresos de terceros. O bien que se advierta al cliente que, de no descargarse la app del banco, su firma electrónica caducará en pocas semanas.

Ejemplos como los mencionados llevan a pensar que la igualdad se ha metamorfoseado en embudo, con la mayoría de los ciudadanos humillados y hacinados en su parte más estrecha. Hace pocos meses, un médico valenciano conseguía que su protesta contra las barreras a los mayores, establecidas por las entidades bancarias, obtuviese una respuesta positiva, si bien su alcance cabrá calibrarlo en el futuro, una vez sosegadas las aguas y apagado el flash mediático. ¿Se precisará crear una institución de supervisión cuya dirección recaiga en quienes no disfrutan de mayor poder de mercado que su dignidad ciudadana?