Visiones y visitas

El fin del metálico

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

No llevo ya nunca encima dinero en metálico», responde un transeúnte al reportero. Es un transeúnte al azar; uno cualquiera; el primero que ha pasado. Y como no es probable, salvo chiripa inverosímil, que sea el único tonto que circula en ese instante por la calle, debe de ser un tonto entre muchos, un tonto representativo. Es, además, un tipo de mediana edad —más o menos en la curva que precede a la recta final, para entendernos—. A continuación el reportero echa una mirada en derredor y encañona, con el cañón de cristal de la webcam, a una señora vieja —sin ánimo de ofender, lo de vieja, que cada cual es viejo comparado con alguien, y llega un momento en que incluso es viejo comparado consigo mismo, que ya es vejez impepinable—; la encañona, le pregunta lo mismo que al otro y la vieja contesta: «de tarjeta nada; yo el dinero quiero tocarlo y olerlo» —igual que un servidor con los libros—.

Debe señalarse, como en el caso anterior, que tampoco es concebible que se trate de la única vieja con afición al sonante que pasa por esos contornos, así que también debe de ser una persona representativa; una vieja con esa cultura del tacto y el olfato que tienen casi todos los viejos y que resulta imprescindible para una experiencia completa del dinero y la lectura; un ejemplo paradigmático de sabiduría que muchos consideran, sin embargo, ejemplo de torpeza o limitación. Se nos va olvidando que la máxima sabiduría se alcanza en la vejez; nos va contaminando el edadismo, el espejismo de la eterna juventud que nos inyectan a diario en la clínica publicitaria, y no reconocemos en los viejos la clarividencia que siempre han tenido y siempre tendrán porque si el diablo sabe más es por viejo. Atrapados en la tontería edadista, negándonos tozuda e irracionalmente a envejecer y con ello a crecer y madurar, nos puede la comodidad, nos puede la moda, nos arrastra la tendencia y nos llevan los demonios, de manera que perdemos el norte, la vista y la ventaja de tener el dinero en la mano, en la faltriquera, en el anonimato y en la incógnita espaciotemporal. El dinero sólo es tuyo de verdad cuando lo tienes agarrado, en moneda contante y de curso legal, palpable y olisqueable. Sólo así lo tienes bajo control. Sólo así percibes lo que gastas. Bien lo saben los viejos. Y bueno sería que los de la última curva, con los de la penúltima y los pipiolos, tomásemos ejemplo.

Porque dice la carta magna —más parece magnánima— que somos libres, pero no es cierto: no podemos cobrar la nómina en metálico; la cobra por nosotros una entidad privada, con lo que la cosa era un petardo mucho antes del pandemonio político y la mazamorra informativa de ahora. Los viejos nos enseñan que dinero es el que tienes —honradamente ganado, por supuesto— en la mano, en la cartera, en la pared o en el mamperlán. El del banco es una entelequia. Y el primer atrevimiento de nuestra ignorancia es no hacerles caso, tener el dinero a la vista y a la mano de todos menos de la propia. El viejo sabe de qué va, y por eso no quiere tarjetas, ni cheques ni transferencias. Quiere olerlo y tocarlo. Porque mientras lo huela y lo toque será suyo, suyo todo él, su tesoro; y porque mientras haya muchos que lo huelan y lo toquen, que lo manejen, lo soben y lo archisoben se mantendrá en circulación y será difícil suprimirlo. Una vez más los viejos al rescate. Los viejos inteligentes y sabios que no derrochan la paga en imsersos y teletiendas, en filfas y zarandajas, en ficciones y agotamientos. Al parecer, son los únicos que no muerden el anzuelo, que tienen claro el perverso ardid que ocultan los clics y los paipais, que le ven el plumero al gaznápiro de turno y saben mejor que nadie cuándo les gusta la fruta. «Prefiero vivir bajo un puente que pedir un préstamo» ha sido el remate, la guinda, la última perla. El reportero alucina escuchando a la vieja. Seguramente no lleva encima, el pobre, ni una pizca de libertad.