Reflexiones

Los archipiélagos del alma

Buenaventura Navarro

Buenaventura Navarro

Al llegar estas fechas, cerca de rebasar el año viejo y a punto de ver el nuevo, me vienen a la memoria lugares visitados, pero también otros atisbados y no hollados o tal vez acariciados de paso, pero sin detenimiento por falta de tiempo. Y todos ellos siempre con personas, con mujeres y hombres que los habitaban y les infundían su vida.

Hoy recordaba a aquella mujer mayor de cabellos canos.

Era a finales de la década de los ochenta o primeros de los noventa en Valencia. Tenía transitada la ciudad por itinerarios cuyos hitos de referencia eran sus librerías, mejor dicho, algunas de las que consideraba más importantes, seguramente por la asiduidad con que las visitaba y mi querencia hacia ellas.

Una tarde, viniendo por la calle de Comedias, bordeando el edificio de la histórica Universidad, crucé por Pintor Sorolla y me adentré por Doctor Romagosa, para rebasar D. Juan de Austria y llegar a la calle Pérez Bayer, mi mojón de destino. En aquel tramo corto de la peatonal calle de Romagosa, estaba ella. De pie, a mitad calle, cerca de la pared de la izquierda, se encontraba aquella viejecita. En silencio, con un pequeño cuenco, ¿o era un pañuelo desplegado?, en el suelo a sus pies. Ella leyendo un libro. Era un libro de Filosofía. Su cutis y su apariencia eran de pulcritud, aun en la sencillez de sus ropas traslucía la bella integridad de su penuria.

Como recordaba la madre de otro muy querido e inolvidable amigo, que se despreocupaba por su presencia física por estar completamente volcado en cómo ayudar a los demás, le decía la sabia progenitora a su hijo:

«La pobreza no está reñida con la limpieza».

Aquella mujer en pie, en aquella calle peatonal, que nos apelaba con su silencio, leyendo pensamientos filosóficos, parecía la limpia honradez.

La vimos en tres ocasiones más en el mismo lugar, aunque su lectura variaba y ahora era también de poesía. Y al pasar por delante le dejaba cuidadosamente unas monedas.

La última vez, me detuve y la saludé con respeto. Me presenté y le pregunté de dónde era. Me dijo que era uruguaya, respiraba educación. Le di la mano, pero no me atreví entonces a profundizar en las preguntas que me embargaban por no importunarla. Pensé que sería mejor dejarlas para la siguiente ocasión y tal vez invitarla a merendar en una cafetería próxima al lugar.

Al volver a pasar, al cabo de unos días, por allí, ya no estaba. Le consulté a mi buen amigo el librero, que también había detectado la luminosa presencia de aquella digna anciana, pero tampoco la había visto más. La busqué por las calles adyacentes, pero no la encontré.

Volví en numerosas tardes más por aquel itinerario de referencia, pero ya nunca más la pude ver.

Hice suposiciones mentales. ¿Habría salido de su país forzada por las circunstancias políticas y sociales adversas? ¿Cómo habían llegado la Filosofía, la Poesía, los libros a su vida? ¿Habría conocido en su anterior vida a su compatriota el poeta Benedetti? ¿En qué situación estaba y cómo podía ayudarla? Ya no le pude preguntar ni conversar con ella. Sus palabras ya no serían captadas por mis oídos.

Peor aún, se me quedaron pendientes el abrazo y el beso de respeto y afecto a aquella anciana dama. Me persigue desde entonces esa otra deuda. La mochila de deudas que vamos contrayendo es nuestra historia, y va con nosotros hasta el final de nuestro camino.

Como continúa Benedetti al final de su citado poema:

«…la conciencia más conciencia

es la que nos aprieta el corazón

y vaga por los canales de la sangre».

En estas noches invernales que culminan este año viejo, me vuelven a asaltar la memoria recuerdos como éste, pensando que esas carencias, a veces, están vinculadas a ausencias por haber pospuesto nuestros afectos por timidez para otro momento. Aunque en los archipiélagos de mi alma siempre me seguirá acompañando la imagen de aquella viejecita y digna señora de cabellos plateados.