Tierra de nadie

El club de los desahogados

Francisco Esquivel

Francisco Esquivel

Al poco de sufrir un fracaso parlamentario y en la antesala de visitar Milei el Vaticano, el politólogo Andrés Malamud señaló que ojo: «Puede andar loco, pero no es tonto. Cuenta con cierta inteligencia para los movimientos tácticos. Preparado para lo que venga tiene plan A, B y C». Y remachó: «Él almacena fe. Pero la fe política se consume; la religiosa no, por lo que apuesta a que la gente no deje de creer aunque las cosas le vayan mal. A pesar de la sequía algún día llegará la lluvia, hay que seguir rezando. La cuestión es que a la política la gente le pide soluciones; a la religión, no: espera consuelo».

En escasas ocasiones me he encontrado con un diagnóstico tan bien trazado. Apenas realizado ya estaba el presidente argentino haciendo genuflexiones ante Bergoglio después de llamarle de todo en su desenfrenada carrera hacia la Casa Rosada, desde «representante del maligno en la Tierra ocupando el trono de la casa de Dios» hasta «personaje impresentable y nefasto, un jesuita que promueve el comunismo estando del lado de dictaduras sangrientas». Por todo ello contó quizá con una audiencia más amplia que las concedidas a Kirchner y a Macri, entre otros, de la que el singular Javier salió espitoso asegurando que «le expliqué todo, me entendió a la perfección». Ni que decir tiene que la Santa Sede guardó silencio al respecto dando por sentado que, tras lo acontecido, el Papa tiene el cielo ganado.

El sujeto que lleva las riendas en Argentina es de lo que no hay. Diez años atrás dejó de ser hincha de Boca «por una decisión populista» -¡olé!- tomada por el máximo mandatario del club y, fruto de ello, confesó haber gritado de alegría cuando River le marcó el segundo en el Bernabéu al eterno rival en la final de la Libertadores. Fijo que si el pontífice llega a pedirle que se hiciese de San Lorenzo le hubiera enseñado que llevaba la camiseta puesta. Como dijo Borges, «El cielo y el infierno me parecen desproporcionados: las acciones de los hombres no merecen tanto». Salvo las de un buen ramillete, maestro.

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