Tierra de nadie

No es país para viejos ni enfermos

Olga Merino

Olga Merino

En el Paral·lel de Barcelona, a la altura de El Molino, a eso de las ocho de la tarde. Una caña con colegas en la terraza de un bar, con las estufas apagadas en este invierno de chichinabo. Mientras nos ponemos al día, se detiene frente a la mesa una mujer de unos 60 años que pide limosna. Dice que está enferma de cáncer y que, aun cuando la Seguridad Social le cubre el tratamiento, necesita pagar a diario la habitación compartida donde duerme. Un resorte interno se pone a la defensiva, ¿estará contando una milonga? Da igual. En cualquier caso, su vida es infinitamente más áspera que la nuestra. Los cuatro sacamos la cartera. La mujer sigue su camino con las monedas dejando tras de sí un rastro de pesadumbre entre las cervezas desbravadas que deriva la conversación hacia el azar, hacia la fatalidad de un traspié, de dar con los huesos en la cuneta. Las posibilidades se multiplican con la edad, a medida que el tiempo arrolla a los más vulnerables, a esos que el eufemismo llama sectores «no productivos». No es país para viejos ni enfermos.

A la vista están las conclusiones del grupo de trabajo que ha investigado en el Parlament lo sucedido en las residencias de ancianos durante la primera embestida del covid en la primavera de 2020 (ni siquiera ha llegado al rango de comisión parlamentaria). Se reconocen errores e improvisaciones ante una pandemia de dimensiones catastróficas que paralizó el mundo, pero no se depura responsabilidad alguna. Solo en Catalunya, 3.896 abuelos fallecieron en los asilos por el maldito coronavirus; es decir, el 72% de los contagiados murieron dentro de las residencias sin pisar un hospital. Con un geriátrico justo enfrente de casa, recuerdo aquellos días, desde la ventana, como una pesadilla sumergida en formol.

El hedor del dinero

La letra pequeña del informe exhala el mismo tufo que el pescado podrido, el hedor del dinero. Se desprende que muchos de los ancianos fueron discriminados por edad, por el lugar donde vivían y el poder adquisitivo; esto es, aquellos residentes que tenían contratada una mutua sí fueron derivados a centros médicos privados; los otros murieron en el abandono. La investigación, además, airea otro asunto que ya intuíamos: la infrafinanciación del sector y el agobio de las plantillas, extenuadas y con sueldos magros, de poco más que el salario mínimo: ¿cómo se las ingenia una cuidadora para asear a 20 ancianos en 10 minutos?

Tal vez la raíz del problema radica ahí, en dejar al albur del ‘money’ el sistema residencial: los centros de titularidad cien por cien pública representan tan solo el 1%, mientras el grueso lo son de gestión concertada o privada, con lo que, frente a geriátricos responsables, florecen otros, los menos, que convierten en negocio el cuidado de los ancianos maximizando beneficios a su costa.

Perdidos en abstracciones, los problemas acaban estallando en la cara: en 2050 el 40% de la población en España tendrá más de 65 años.

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