Opinión

La primera pandilla

La primera pandilla. Un millón de años después

La primera pandilla. Un millón de años después / Levante-EMV

En una novela de Vázquez Montalbán descubrí que el viaje más largo es el que realizas sin haberte movido del sitio. Una vez se lo dije: creo que Los pájaros de Bangkok, si no es tu mejor novela, le anda cerca. Le hubiera podido decir que la mejor es sin ninguna duda El pianista. Como siempre hacía, se te quedaba mirando con los ojos tímidos de quien sabe del mundo más que nadie. Y fue a morirse precisamente allí, entre aquellos pájaros que eran el colmo del exotismo y se parecían mucho -si es que no eran los mismos- a las golondrinas de Murcia. Más o menos eso es lo que también me pasa cuando regreso una y mil veces a El embrujo de Shanghai, seguramente, con Últimas tardes con teresa y Ronda del Guinardó, la novela que más amo de Juan Marsé. Escribo sus nombres y me vienen a la cabeza los ratos que compartimos, el orgullo de haberlos conocido fuera de sus libros, saber que la vida es casi lo mismo que los recuerdos hermosos que nunca te abandonarán del todo. Ni tú a ellos. Lo acabo de leer en un poema de Jenaro Talens que, como todo en ese magnífico libro que es El jardín secreto, nos habla de esa “voluntad de vivir” que está por encima de todos los reveses y fantasmas a que nos aboca la intemperie: “La memoria envejece igual que el tiempo: / se diluye en el tiempo”. Y será en ese tiempo, en su lento proceso de amontonar acontecimientos dichosos, en la fluidez a ratos preciosa de la melancolía, cuando la vida discurra en esos escenarios que más que nunca, y a pesar de los años transcurridos, se parecen a la infancia.

Mañana lunes será de principio a fin uno de esos viajes. Éramos unos críos que apenas levantábamos dos palmos del suelo. Lo que aprendíamos antes de saber que el mundo de verdad era una mierda, que lo que se vivía fuera de las tardes sin escuela era como la cueva de Alí Babá pero sin la nobleza de los salteadores de caminos que veíamos en las películas de entonces. Era en Llíria, el pueblo al que llegué con once años y del que todavía no he salido porque si hay alguna patria buena (que lo dudo) será sin duda ese lugar que te acoge cuando la vida que tienes por delante es un grumo de confusa y nada fugaz incertidumbre. La primera pandilla. El instinto que, como las liebres cuando íbamos a pasar noches enteras en una caseta de monte, nos convertía en increíbles y precoces estrategas de la supervivencia. Las primeras canciones en el jukebox de los veranos. La noche en que vimos Pierrot le Fou y no entendimos nada. O aquella otra en que dejamos la película a medias y nos bajamos al bar para ver cómo los Animals cantaban La casa del Sol Naciente, que con This boy y And I Love Her, de los Beatles, es seguramente la canción que más amo entre todas las que han ido formando parte de mi vida. Deambular como sonámbulos por los territorios del amor cuando no sabíamos -como escribe Ana María Moix en un poema inmenso- si era delito o no romper o que nos rompieran sin mirar atrás el corazón. Los pateos al balón en el campo del pedregoso, el brazo escayolado por uno de esos pateos la tarde de fútbol en que España venció a Rusia con un gol de Marcelino, un gol que sería elevado a los altares más rancios de un franquismo que, como hizo con el gol de Zarra en el mundial de 1950, lo aprovechaba todo para ponerse las medallas que el mundo de las democracias le negaba. Bueno, tampoco es que eso fuera del todo cierto: a las democracias occidentales les interesaba tenernos como la valla ultramontana que contuviera sin contemplaciones a los satánicos comunistas rusos. Por eso nos daban en las escuelas queso amarillo, mantequilla y leche en polvo para aliviar el hambre y agradecérselo a los americanos como en Bienvenido, Mister Marshall, esa maravilla fílmica de Luis García Berlanga.

Ha pasado mucho tiempo desde aquellos años. El viaje más largo es el que nos devuelve al punto de partida sin que nos hayamos movido del sitio. Mañana lunes es la fiesta de Sant Vicent en Llíria. Nunca he faltado a la cita desde que éramos críos, cuando la pandilla empezaba a pegar palos de ciego en eso que pomposamente llamamos vida y a lo mejor se le parece. Será apenas un rato, como siempre, y desde allí mismo emprenderé viaje a diversas ciudades francesas, donde me esperan días literarios y gente a la que conozco gracias a los libros. Es ése otro tipo de viaje. Cuando haya dejado atrás el parque bullicioso y las aguas tranquilas del estanque, recordaré a Bob Dylan en una de sus primeras canciones: “Diré adiós hasta que nos encontremos de nuevo”. La primera pandilla. Ahí seguimos. Con un millón de años encima. Y una vida que sabe cuál es el lugar de los sueños y lo que hay que hacer para que no te asesine la nostalgia, como se dice en Cinema Paradiso o en ese prodigio de agridulces sueños de juventud que es Beautiful Girls: vivir, simplemente vivir. Para qué más, ¿no? Para qué más.