Opinión | Visiones y visitas

Viajar en el techo

Como ésos que viajan subidos al techo del tren mientras el gobierno de su país le da un tiento gordo al programa espacial. Como ésos que hacen abluciones en agua mefítica mientras la nación exporta ingenieros, físicos, matemáticos, lumbreras del cálculo infinitesimal y el álgebra malabar. Como ésos que han llegado a ser tan sufridos que nunca se quejan de nada. Como ésos iremos nosotros. Aguantaremos lo que aguantan ellos y más. Iremos en el techo del tren cuando ya no quepamos dentro. Y nos dará lo mismo si hace calor o frío, si hace un sol de injusticia o caen chuzos de punta. En el techo podremos permitirnos, al menos, un resuello regular, y no daremos las boqueadas que damos, ni retorceremos el cuello como lo retorcemos al oír, despavoridos, el estornudo salvaje o el carraspeo sin filtro. Iremos igual de hacinados e incómodos que ahora, pero al aire libre del campo, a la brisa magnífica del amanecer o del crepúsculo, a una torridez suavizada en el mediodía canicular.

Cuando nos masifiquen hasta el extremo encontraremos la solución, el triunfo y la panacea de viajar en el techo. Y así, en vez de cocidos al vapor de mil alientos y dos mil ventosidades, llegaremos frescos, oreados y oxigenados, aunque tan irritados como siempre; cabreadísimos de ver que nos animan a usar el transporte público pero nos lo dan restringido, insuficiente, corto, intentando quizá que nos habituemos, que progresemos en una como ascética del racionamiento que nos lleve a la mística infame del comunisismo clientelar. Eso sí: no saldrá de nuestras bocas amojamadas, de nuestros áridos gañotes, viveros de gripe y diarrea ferroviaria, ni el más leve susurro de protesta. Ni la más mínima queja. El servicio es gratuito, como todo el mundo sabe, y aquí nadie mira el diente al caballo regalado. Tanto da que nos parezca ir en el tren de Auswitz; que las ansias y bascas del viaje —si viajamos en el interior— o el viento huracanado —si viajamos en el techo— nos dejen exhaustos: la delicia de viajar gratis hace que soportemos las mayores penalidades con asombrosa facilidad. Y empezamos a intuir hasta dónde puede llevarnos el ansia —el espejismo— de las gratuidades. De momento pasamos por el aro, por ese torno que hace las veces de chiquero. Nos enchiqueran y nos desenchiqueran en grupo, en rebaño, en horda. Pero no sería inverosímil, a tenor de la infame sumisión y la vergonzosa imperturbabilidad que manifestamos, que nos obligasen, sin razón alguna más allá de su mero divertimento, a realizar piruetas o danzas risibles, a componer muecas grotescas o a recibir algún varazo de rigor y precepto administrativo. Porque nada indica, viendo las apreturas que toleramos, los empujones que nos arreamos y las fetideces que aguantamos, que no aguantásemos más, que tengamos algún límite o techo aparte del techo del tren.

Nuestros niveles de humillación prometen superaciones asombrosas, maravillosas, absolutamente increíbles; por eso no sería extraño que la cúpula del trueno decidiese propasarse con esta sociedad intelectualmente nula y moralmente podrida, que la llevase a la obediencia por la vejación a cambio del trayecto de balde que no es de balde, que sólo nos lo parece porque nos ciega el ilusionismo de que obtenemos algo sin soltar la mosca, y porque no tenemos autoestima ni pundonor. Si los tuviéramos nos daríamos cuenta de la fortuna moral que cuesta viajar en el techo.