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COMPLICIDADES

El método Margarit

El método Margarit

Ha muerto Joan Margarit, algo que no tenía que haber sucedido. En primer lugar, porque la gente como Joan Margarit no debería morirse nunca, debería de existir una suerte de indulto universal de la vida para con algunos individuos especiales. Y en segundo lugar, porque Joan estaba como un roble, cuando le sobrevino un cáncer linfático, durante la pandemia, del que no pudo tratarse al principio como necesitaba, por la saturación de los hospitales, por el confinamiento. Pasó los primeros meses medicándose con paracetamol, me dijo durante la última conversación telefónica que mantuvimos. Aunque al final a todos nos termina matando nuestra muerte, parece que hay algunas que no se corresponden con el destino. Eso creo.

Los que lo queríamos mucho lo hacíamos por diversas razones. Para empezar, por su habilidad para borrar las diferencias generacionales: cuando estabas con él, que por edad podía ser tu padre, te hacía sentir sin fingimiento alguno como con un generoso compañero de colegio. Tenía el don de la carcajada sincera, y un temperamento antirromántico que lo alejaba de las tonterías sentimentales, a pesar de que su poesía está basada en la búsqueda de la emoción. (Esa especie de realismo prágmático sin ninguna concesión lacrimógena me ha parecido a veces un hilo común de buena parte de la literatura catalana contemporánea, y que está en Pla, en Enric Sòria, en Pere Rovira.)

Aunque hubiera podido permitirse en su vida y en su obra bastantes quejas biográficas, decidió comportarse en el mundo con sobriedad estoica. Me parece que su conocimiento de la ciencia y su oficio de arquitecto lo apartaron de cualquier tentación idealista. A menudo, cuando la conversación derivaba hacia lo intangible, solía recurrir a las matemáticas entre risas desmitificadoras.

En cierta ocasión me contó cómo habían instalado la cúpula del pabellón Fernando Buesa, de Vitoria, sobre un antiguo recinto para ferias de ganado. Tuvieron que cortar a ras de suelo los pilares que sostenían la vieja estructura, y levantarlos con grúas en un movimiento conjunto que duró varios días. Para comprobar que los pilares se despegaban del suelo, intentaban pasar las tarjetas de crédito por la base, hasta que lo conseguían. Es una de las anécdotas suyas que adoro.

Hoy soy un poco más huérfano, pero cuando tengo que juzgar un poema, una novela, una película, cuando tengo que pensar en si me gusta o no un individuo, recurro al método Margarit. Procuro serrar los pilares por la base, atarlos a una grúa y levantarlos muy despacio. Si al cabo de un cierto tiempo puedo pasarles la tarjeta de crédito por debajo, es señal de que todo funciona. La cosa se levanta en el aire.

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