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La contemplación

El cómic allana el camino desde el momento que traspasamos el umbral de la viñeta, llevando al lector a otro mundo con sus propias reglas que deben ser aceptadas.

La contemplación

Tiene el noveno arte una facilidad especial para introducirnos en la contemplación. El poderoso magnetismo de las imágenes nos atrae, nos embelesa con arrebatadora facilidad y consigue que nos perdamos arrastrados por el trazo, por esa caligrafía personal que crea narrativas visuales y que va más allá de las palabras. Debemos leer los dibujos, las viñetas, la página, entender que las palabras son solo un parte más de un lenguaje que forma parte de nuestra naturaleza. El cómic allana el camino desde el momento que traspasamos el umbral de la viñeta, llevando al lector a otro mundo con sus propias reglas que deben ser aceptadas. Puede acelerar el corazón como un chute de adrenalina o relajar la conciencia dejando que las imágenes fabriquen sus propios estados de concentración. Cojan ustedes por ejemplo La isla, de Mayte Alvarado (Reservoir Books). Una obra que desde sus primeras imágenes nos obliga a una lectura reposada, dejando que las formas sinuosas y las paletas de azules y ocres nos hagan llegar ese penetrante olor a mar que hará de anfitrión de un relato de pérdidas y olvido, que obliga a detenerse en cada viñeta para que la suave brisa nos traiga murmullos del pasado. Los colores se moverán como el mar, con olas de cromatismos mutantes que nos irán llevando de la mano de sentimientos y sensaciones en una obra que requiere, como el oleaje, volver muchas veces a ella.

La contemplación

O si lo que quieren es auténtico magisterio sobre la importancia de detenerse a admirar las pequeñas cosas que nos rodean, no lo duden, lean a Jiro Taniguchi. El autor japonés ya nos deslumbró hace décadas desde las páginas de la recordada El Víbora con El caminante, relatos de paseos que descubrían el mundo con pasión a través de los detalles más minúsculos. En Furari (Ponent Mon, traducción de Víctor Illera Kanaya) lleva esa misma práctica a las calles de la antigua Tokio, plena de referencias históricas esta vez, pero de nuevo centrada en la maravilla de unos diminutos y casi imperceptibles milagros cotidianos que son base de una poesía cercana y efímera. Haikus que se detienen en esos instantes que nadie nunca mira, que a nadie parecen importar, pero que son el tejido básico de la vida.

La contemplación

Aunque también esa contemplación puede ser dirigida hacia nuestro pasado: En El verano de su vida (Astiberri, traducción de Itziar Hernández) Barbara Yelin y Thomas von Steinaecker reivindican la imagen de esos últimos momentos de existencia donde nuestra vida pasa a toda prisa por nuestro ojos para hacer una profunda reflexión sobre la vida y la muerte, sobre esos grandes momentos que creemos recordar como importantes y esos otros, minúsculos, casi olvidados, que realmente cambiaron nuestra vida. En una expresiva metáfora del rápido paso por este mundo, los autores recorren la vida de una científica, contrastando la decadencia del cuerpo y mente ya exhausto con la juventud, sus errores, sus felicidades, sin olvidar dardos bien lanzados hacia la invisibilización de la mujer en el ámbito académico de las ciencias, pero consiguiendo un discurso universal en la democracia absoluta de la parca.

La contemplación

Y la contemplación, también, está en el arte. En El árbol desnudo (Ponent Mon, traducción de Fabián Rodríguez Piastri), la autora Gendry-Kim Keum Suk adapta la obra de Park Wan Seo del mismo título, una de las más importantes y reconocidas de la literatura coreana. Centrada en la guerra de Corea, la historia real de un pintor que debe dedicarse a hacer retratos a los soldados americanos se erige en un poliédrico relato de la impotencia: el de una sociedad arrasada por la guerra e invadida, el de una mujer enamorada de alguien que no la corresponde, el de un artista que se siente incapaz de recuperar la pasión por la creación. Una cadena de imposibles que impregna todas las páginas de una melancolía omnipresente, de una tristeza que nos llega mientras leemos, sabedores también de nuestra impotencia para cambiar ese pasado que es real, convirtiéndonos también en contempladores de otras vidas.

Cuatro obras para detener el tiempo.

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