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Hannah Arendt: firmeza y libertad de pensamiento

Hannah Arendt: firmeza y libertad de pensamiento

Hannah Arendt es una de esas filósofas que te lleva sin ejercicios alambicados a ampliar el radio de lo que uno daba por ya sabido. Entre los textos seleccionados en esta edición, uno titulado «Sócrates», en realidad dedicado al triplete Sócrates, Platón y Aristóteles, nos aclara detalles esenciales de la relación entre la política y la filosofía. En un análisis esclarecedor, penetramos mejor por qué Sócrates no convenció de su inocencia al tribunal que le juzgaba. El arte dialéctico es la contrapartida del arte de la persuasión política. En lugar de acogerse a una brillante retórica que el juicio público demandaba, el valiente hoplita prefirió los argumentos cuerpo a cuerpo que se desprendían de su dialéctica particular, la mayéutica. Y aclara la autora de Los orígenes del totalitarismo: «La principal diferencia entre persuasión retórica y dialéctica es que la primera siempre se dirige a una multitud mientras que la dialéctica solamente es posible en un diálogo entre dos». La dialéctica recorre el camino de los acuerdos racionales posibles, paso a paso. La otra alternativa, la retórica, da saltos entre opiniones fulgurantes y seductoras. Y es posible que el tozudo cumplidor del deber, que le llevaba a asumir una sentencia de muerte injusta, todavía pudiera meditar: Ahora sé lo que significa no saber, ahora sé que no sé, ni siquiera he sabido defenderme, y he visto demasiado tarde que la política no necesita de la filosofía, ¿para qué querría alentar un método que le resulta contrario?

Tenemos ocasión de comprobar esto último, en otro de los capítulos del libro. En 1963, en respuesta a la posición de la filósofa sobre la «banalidad del mal» imputable a los responsables del holocausto, frente a la tesis de la retórica de masas más contundente de «mal radical» (mal de naturaleza malvada), Hannah recibe una carta de un viejo conocido que le reprocha carecer de verdadero «amor hacia el pueblo judío», hacer una «burla del sionismo» y de valerse de un mero eslogan para sostener la tesis de la banalidad de aquel mal. La respuesta empieza así: «Hay ciertas afirmaciones en tu carta que no se prestan a controversia alguna, porque son simplemente falsas. Permíteme que me ocupe primero de ellas para que podamos pasar luego a los temas que merecen discusión». Y despejado el camino de obstáculos insidiosos, pasa a discutir lo importante, le dice que tiene bastante razón cuando le imputa no amar al pueblo judío, pues ella no «ama» a ningún pueblo ni colectivo, alemán, francés, estadounidense, ni siquiera a la clase obrera ni nada semejante. El único amor en el que ella cree es en el amor a las personas. Y le viene a decir: soy judía y me siento muy honrada y muy involucrada con su causa, pero en ese sentido que tú, Scholem, lo utilizas «no amo al pueblo judío».

El lector que aún no conozca bien a la filósofa que estudió con denuedo los entresijos del totalitarismo, tiene ahora un acceso a su pensamiento muy bien escandido. 

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