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Fuster letrateniente, lugarteniente

Antología de la tenacidad de un trabajador de la «pluma», como Wittgenstein y con envidia a Valéry por ganarse el jornal «sin demasiadas cuartillas».

Fuster letrateniente, lugarteniente

La Universitat de València ha publicado la antología Joan Fuster: Escritos de crítica cultural, con edición de Salvador Ortells y F. Pérez Moragon, en su prestigiosa colección Estètica & Crítica. El libro reúne, después de un par de magníficas introducciones de los editores, escritos breves de Fuster que se ocupan, respectivamente, de crítica literaria (118 pp., con textos sobre Dostoievski, Orwell o Camus), artística (74 pp., sobre Giotto, Goya o Chagall) y musical (46 pp., sobre Bach, Stravinsky o Cage). Se cumple lo que escribió el propio Fuster, a propósito del centenario de Paul Valéry: cunde la literatura conmemorativa. O no, porque todavía el apellido Fuster o la palabra ‘país’ sarpullen a los inquisidores.

Joan Fuster es, sin duda, el intelectual valenciano más importante del siglo XX; no diré de todos los tiempos, por mi pasión por Vives, pero todo es discutible. No fue el historiador más notable, ni el filósofo o el esteta más penetrante, ni el antropólogo o el sociólogo más comprensivo, ni el literato más reconocido; él fue un intelectual, que es otra cosa. Y al decidirse por serlo, se convirtió además en lugarteniente, en uno o tal vez en el más importante, de aquellas disciplinas y sus intersecciones en el País Valencià: literalmente aquel que guardaba el lugar, esperando que finalizara el tiempo de silencio y se formaran nuevos especialistas que las hicieran florecer. A pesar de su escepticismo, el nacionalismo también encontró un cobijo peripatético en su figura, mientras los inquisidores lo anatematizaron, sin saber que así le otorgaban la razón. Las manos asesinas que pusieron la goma-2 en su ventana permanecen todavía en la impunidad.

¿Qué interés puede tener esta compilación de reseñas o piezas breves, que en su mayor parte fueron publicadas originalmente en castellano, más allá de permitir el acceso a fuentes ahora remotas? ¿Por qué añadir una antología más a la nutrida nómina de las fusterianas? Simplificando, hay dos tipos de antologías: las sustitutivas y las restitutivas. Las primeras son inaceptables, porque parten del supuesto de la incompetencia del lector (que, al mismo tiempo, hipertrofian), y enmascaran que «leer pide tiempo» (Fuster scripsit, como el resto de entrecomillados) y acentúan la «decadencia de la lectura desinteresada». En definitiva, dan gato por liebre. Las segundas, las restitutivas, no son sucedáneos por vía de poda, sino que amplían el perímetro, nos orientan sobre qué hay más allá de determinados libros y sobre todo en qué taller se produjeron estos y con qué piezas se montaron. Liebre por felino, como acreditan las de Adorno o Kracauer.

Las reseñas literarias y los artículos breves de crítica artística o musical son un género próximo al funambulismo. El autor de este tipo de piezas siempre debe guardar un difícil equilibrio entre animar en sus destinatarios la lectura, la contemplación o la audición de lo que comenta y, por otro lado, someterlo a juicio crítico, con un procedimiento que en definitiva pende de la fina cuerda de su subjetividad. Esto representa, en negativo, la diferencia con el artículo científico (presuntamente desinfectado de cualquier traza del yo) y, en positivo, la apertura a la forma de atrevimiento intelectual, del ensayo propiamente dicho, heredera de Montaigne. Por ello, estas piezas tienen el valor de constituir las teselas que se combinarán en el mosaico de los libros, y estos, al tiempo, formarán el material para ulteriores trencadissos.

En el caso de los textos de Fuster comentados (teselas de reseñas, unos, y trencadís de El descrédito de la realidad, Diccionario para ociosos o Causar-se d’esperar, otros) se advierte pronto el oficio de este «escribiente», más que escritor, de este «letrateniente» (según palabra de M. Sacristán, ¡otro que tal!), para someter cualquier materia cultural a su particular juicio, una habilidad inquisitiva (como acuña S. Ortells) que suele comenzar en el punto mismo del encuentro con aquella pieza (sin esconder frecuentemente lo azaroso o inadecuado del caso ¡¿y cómo no en el erial de la dictadura?!). Luego, como la araña tejedora, va lanzando hilos en espiral en un ejercicio de «fluencia proteica», como escribe a propósito de Picasso. Incluso, en no pocas ocasiones, en contradirección de lo argumentado un párrafo antes. En ningún momento esconde sus restricciones, la precariedad del acceso a la bibliografía o la lejanía de una relectura puesto que «si llegamos a tener razón, la tenemos a medias». Ahora bien, estas teselas, a veces de filo cortante, son preferibles a los subproductos de «fulanos honorables, académicos incapaces de matar una mosca». Bloch o Enzensberger le darían la razón.

El intelectual lugarteniente tiene que saber retirarse, pero eso es imposible cuando su manera de ganarse el sustento es «leer y escribir» y uno se convierte en justo estandarte. Encontrar entonces acomodo en la cátedra es lo más disculpable.

No conviertan ustedes estas piezas en lo que no son (historia, sociología, filosofía, etc.), y menos aún destilen aforismos o escarben en busca de códigos esotéricos de reconstrucció nacional, que si se produce irá por otros vericuetos, sino que léanlas para percibir «la intuición del ingenio o de palabra, que es lo que cuenta». También, si lo consideran, piensen en sus límites, que los hay. No las contemplen como rancias mercancías dispuestas en el escaparate de un centenario, sino como resultados de la tenacidad de un trabajador del «ramo de la pluma», que pensaba con ella, como Wittgenstein, y envidiaba la suerte de Valéry porque «pudo ganarse el jornal sin llenar demasiadas cuartillas». Y disfruten de polemizar con los textos, como si pasearan con el autor entre campos de arroz o vieran pasar las ánades a la fresca.

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