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El espacio de la vida de Camen Calvo

El presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos aprovecha la exposición de Carmen Calvo en el IVAM para realizar un paseo ilustrado por el arte moderno.

El espacio de la vida de Camen Calvo

Aunque la facultad humana para concebir formas que expresen contenidos, ya existía en el propio Paleolítico, los modos de interpretar y legitimar estas capacidades fueron cambiando con el desarrollo de las sociedades y los tiempos. Pero ya fue en los albores del universo moderno cuando se configuraron criterios que ahora nos ayudan a comprender mejor el quehacer del arte que hoy podemos llamar «contemporáneo»: durante la baja Edad Media, hasta mediados del siglo XIV, el ser humano se entendía a sí mismo como contemplador de la obra de un Dios omnipotente e incomprensible, alejado en su propia infinitud. El salto brusco apareció un poco más tarde, cuando el pensamiento humanista concibe al hombre como «poeta», es decir, con capacidad para poder «crear» por sí mismo, situándolo ante el riesgo y la responsabilidad que supone transformarse y transformar el mundo; entretanto, la «magia» y la astrología eran juzgadas como el origen de la racionalidad, precedente de lo que luego denominamos «ciencia».

El espacio de la vida de Camen Calvo

Como es bien sabido, en el universo artístico, la imitación de la percepción del entorno bajo esas premisas nuevas, se prolongó durante las centurias que siguieron hasta la segunda mitad del XIX, y el gran giro cualitativo se produjo cuando Picasso y Braque irrumpen con el «Cubismo analítico» en 1906, liberando a la creación de una sola perspectiva. Pero no fue hasta su segunda etapa «sintética» (1912), cuando introducen, además, un inédito proceder de contenido estético: el ‘collage’, la adición sobre la superficie del lienzo de elementos externos, de uso distinto, bien fueran recortes de periódico, fragmentos de partituras, naipes, papeles pintados, hojalatas y otros más. La clave estaba en la transformación perceptiva que experimentan allí: desde su contenido anterior, hasta su consideración como «significante plástico». Aunque Pablo Picasso abandonara pronto su inicial descubrimiento (en el entorno de 1915) permitió un nuevo quehacer expresivo, prolongado a lo largo y ancho de todas las vanguardias de occidente que siguieron. Así, lo aplicaron: Gris, Duchamp, Tatlin, Rodchenko, de Kooning, Pollock, Schwitters, Rauschenberg, Chillida o Tàpies entre otros muchos. No obstante, este operar fue, utilizando los objetos sobrepuestos desde puntos de vista muy distintos e, incluso, contrapuestos: entretanto en el fotocollage político de Rodchenko los contenidos de cada uno de los componentes ligados, participaban de la intención prevista para el resultado final, en las obras que Kurt Schwitters denominaba «Merz» (1923), relativizaba la importancia de los elementos encontrados («objets trouvés») para realizar sus composiciones: «Puesto que el material es irrelevante, tomo el que me parece si el cuadro lo exige… el distanciamiento de los materiales puede ya conseguirse mediante su distribución en la superficie del cuadro». Aspectos diversos que, a mi juicio, podemos evocar al acercarnos a la obra de Carmen Calvo. Asimismo, la corriente surrealista -iniciada en el entorno de 1917 (que también utilizó el collage)-, que postulaba el sueño entendido como una parte integrada al proceso creador, incorporando el valor de lo casual y del estado anímico como expresión plástica. Como es bien conocido, de aquellas ideas primarias surgieron distintos movimientos importantes, algunos derivados del automatismo, como la «Action painting» americana, pero también la intervención paranoico-crítica de Salvador Dalí, planteando la dialéctica entre lo racional y lo irracional. En ambos casos, considerando el valor del subconsciente en la configuración definitiva del trabajo artístico.

Durante el propio humanismo -ya apuntado- del Renacimiento, la sociedad otorgaba a los grandes autores un personal reconocimiento. Sin embargo, no a todos le atribuían aquello que Giorgio Vasari llamaba: «Grazia», y que, para él, era un don de la naturaleza que, aunque a veces acompañe y se sume a la belleza o a la delicadeza, no era igual a ellas y que, por serlo así, no era posible de aprender o conseguir. A la luz de nuestro universo contemporáneo -en el que los artistas también gozan de una consideración determinada- podríamos entender aquel don con unos matices distintos: como la autenticidad, la originalidad y la capacidad de emocionar, detrás del cual –sin llegarlo siempre a comprender-, se cobijan los esfuerzos de todas las experiencias de una vida, incluida –cómo no- la lucidez para poder «crear».

«Grazia» y «creación»

Carmen Calvo habita en esos mundos (insondables para la mayoría, incluso, tal vez, también, para ella misma), en los que participan la «grazia» y la «creación». Con todo, el modo de presentarnos su propuesta, se proyecta con distintas formas de asociar entre sí sus significantes plásticos: la pintura, la instalación, la escultura, la fotografía transformada, el ‘collage’, el ‘assemblage’, el ‘combine painting’ y otros más. Un hibridismo –sucesivo o alternado- configurando piezas y experiencias que, en su desarrollo, han elaborado una traza que, mientras crece, nunca abandona su maternidad; entretanto, emanan de una autora introvertida, que trabaja aislada y concentrada, mientras es afectiva, sensible y emotiva. Cualidades sobrepuestas que, sin duda alguna, no son fáciles de gestionar.

Componer en el ámbito de cualquiera de las bellas artes, puede estar en el límite del aliento y de la capacidad, cuando se ejercita con una elevada intensidad, aún poseyendo una especial autoridad para manejarse en ello; hasta el punto, de que no es infrecuente que, a lo largo de sus vidas, el proceso creativo llegue a afectar al artista en el universo relacional en el que se desenvuelve. Cuando esta circunstancia se da, no es difícil atisbar una especial emoción ante el empeño y el compromiso, al mismo tiempo que el resultado discurre en la secuencia de las encrucijadas de sus propias biografías. Tal me ocurre cuando procuro la experiencia estética ante el trabajo de Carmen Calvo, cuya obra he seguido desde hace muchos años, proporcionándome estímulos muy variados e, incluso, algunos, felizmente contrapuestos.

En la preciosa exposición presentada en el IVAM, he hallado una buena parte de ese incentivo; de ese atractivo inevitable que su trabajo provoca, pero que –como la propia vida- camina por espacios muy diversos. Asimismo, existe algo especialmente destacable, inserto en el conjunto: la configuración acertada por parte de los comisarios (Nuria Enguita y Joan Ramón Escrivá) de un universo objetual que nos remeda el caos aparente del estudio: cargado de piezas y de elementos en espera de que, en manos de la autora, puedan reincorporarse, de nuevo, al espacio de la vida, aunque tal vez para permanecer en ella –por fortuna- indefinidamente.

El otro día, hablando sobre la muestra con un músico amigo, le advertí de que, si al salir, había tenido la sensación de haberse hallado ante un mundo de alternancias y conflicto, optase por acercarse una mañana para dar un tranquilo paseo recorriendo los patios de la Beneficencia en un momento en que el espacio estuviese medio vacío: allí podría contemplar el imponente zócalo mural (inaugurado en 1995) de 600 metros cuadrados, en el que la autora compuso -con 15.000 azulejos-, unas secuencias en ningún punto repetidas. Le aseguré que, al poco, su ánimo reencontraría una serenidad semejante a aquella que iba sentir si, en un amanecer, se acercaba hasta la playa para contemplar desde la arena, el tranquilo sosiego del mar.

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