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Thierry Metz consigna con una prosa a media voz, sus impresiones y meditaciones entre los andamios de unas obras para reconvertir una antigua fábrica de zapatos en un edificio de viviendas de lujo

Thierry Metz

Thierry Metz

Alfons Cervera

Alfons Cervera

«Enseñaba a las palabras a amar;/les mostraba el corazón/y no paraba hasta que sus sílabas/comenzaban a latir». Unos versos del poeta rumano Nichita Stanescu. Como si en ellos se hubiera adentrado Thierry Metz para escribir Diario de un peón, el libro que publicó la prestigiosa editorial francesa Gallimard en 1990. El pico y la pala de un obrero en la construcción de una casa. No hay más vida en esa casa (aún un no-lugar, hasta que alguien la habite) que el trajín incesante de los trabajadores, la impúdica matraca de las hormigoneras, lo que cada puñalada del martillo neumático va abriendo en el suelo hecho piedra del silencio: «Aquí tu silencio es la cueva de dios». Un contrato de seis meses. Es lo que hay. Trabajos esporádicos. De un sitio a otro. El paréntesis -los paréntesis- del paro. Cuando se acabe de construir la casa vendrá la construcción de otra. O le llegará el turno a la fábrica de la penúltima vez: «La cosa no acaba aquí. Hay un después. Incluso aquí, en la acera».

Había nacido Thierry Metz en París, en 1956. Eso que se llama no sé por qué autodidacta. Siempre hubo alguien antes. Luego ya veremos en qué nos vamos convirtiendo. Casi siempre en nada. Sólo los imbéciles creen que han llegado a algún sitio. Los hay a capazos. Mires donde mires descubrirás sus caras de satisfacción, como si se creyeran de verdad esa cosa tan rancia de la meritocracia, como si la vida no fuera eso que tiene que ver con lo común y sólo fuera cosa del logro individual cueste lo que cueste y del orgullo. Menos humos, digo yo, y más leer lo que una vida como la de Thierry Metz y tantas otras como la suya han ido dejando a su paso por la literatura y fuera de la literatura. O sea: una vida. Los dedos que pulsan las teclas de la escritura curtidos en las ronchas que deja en esos dedos el mango del pico o de la pala en la construcción de una casa. Ser pobres, como se dice en este libro fascinante, radicalmente inclasificable. Como pasa en los cuentos de Ignacio Aldecoa. Hay mucho de sus historias en Diario de un peón. En la contraportada se habla de una «escritura proletaria». Más o menos. Posiblemente: la clase hecha palabra en las vueltas y revueltas de la hormigonera. Podría ser eso este libro. Seguro que lo es.

En el prólogo que escribe Jean Grosjean en 1989: «… el realismo de un texto en verdad no viene dado por su precisión quirúrgica, sino por su intensidad, y esa intensidad es discreta, se aleja de las pasiones teatrales o de una languidez complaciente». Me ha gustado lo de «una languidez complaciente». Muchas veces he llamado a esa literatura de una manera muy parecida: «literatura pálida».

La que no provoca heridas, la que bordea con palabrería hueca el conflicto, la que alegra el día de quien la lee para que el día no sea el hotel de El resplandor sino una sonrisa profidén.

No sé si la pasta profidén todavía existe. Igual no. Yo vengo de un pasado lejano. Muy lejano. De cuando los dinosaurios se paseaban, tan ricos ellos, por los montes de mi tierra. Tal vez por eso me deslumbra la sorpresa del seco trajinar de un obrero contratado, como no podía ser de otra manera en los tiempos modernos, por una empresa de trabajo temporal. Ya saben de lo que hablo. Horarios alargados. Sueldo de «rumano», como dicen en un pueblo no muy lejos del mío. Mano de obra barata a más no poder y a ver quién le pone el cascabel de la reivindicación al gato de la precariedad. Del empleo al paro y tira el amo porque siempre le toca.

Si hay una palabra repetida sin parar a lo largo del texto es precisamente «palabra». Construir con la palabra los cimientos sobre los que se asentará la casa ahora en construcción. Escribir la historia de una jornada de trabajo en una obra. Convertir esa obra de albañilería en escritura. Dónde situarte a la hora de escribir. Desde qué ángulo urdir la estrategia, el orden en que saldrán en el texto las palabras. No hay escritura inocente. Aunque nos quieran vender que sí existe. Mejor deja correr el agua amarga. Quédate con la limpia y clara del arroyo no contaminado. O si quieres buscarte la vida a la intemperie, ya sabes lo que has de hacer. Cuál es el riesgo.

La opción de Thierry Metz no admite dudas: contar la intemperie, refugiarse en las palabras que a veces lo convierten en pájaro, en conversador irónico con la muerte en otras ocasiones. Escoger el sitio desde el que miras: «Escribo dentro de una ortiga, no dentro de una rosa». Una opción. Demasiada vida la de Thierry Metz para librarla sólo dentro de los libros. Su hijo de ocho años muere atropellado por un auto. La bajada del padre a los infiernos. Alcohol. Empleos temporales. Cínicas de recuperación. Se quita la vida el 16 de abril de 1997, poco antes de cumplir los cuarenta y un años.

No he encontrado cómo se suicidó en ningún sitio. Tampoco crean que van a encontrar mucha información sobre este escritor en internet. Casi nada. La literatura que nos aboca al foso de los leones sale poco en la wikipedia. «Ya lo ves, somos pobres. Eres las alas que el ángel anhela en sus tinieblas»: igual es por eso. Lo de la wikipedia digo. Lo de la wikipedia.

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