Las leyes que intentan luchar contra la corrupción penalizándola son un parche que trata de remendar, sin mucho éxito, un enorme desgarro del tejido sociopolítico. La razón es que sólo pueden aplicarse cuando algún ciudadano las transgrede y, además, es posible demostrar que así ha sido. Tenemos multitud de ejemplos de lo difícil que resulta descubrir los hechos, instruir las causas, condenar a los culpables, hacer que devuelvan lo robado y conseguir que cumplan las penas que se les imponen.

Ni siquiera tienen el efecto ejemplarizante que desean todos los ciudadanos honestos y que respetan las leyes. En este país, cuna de la picaresca y paraíso del pelotazo, conseguir dar un buen golpe y ganar mucho dinero sin mover un dedo ha sido, lamentablemente y durante mucho tiempo, objeto de la admiración de muchos. Si a todo ello unimos la atmósfera de impunidad en la que parecen flotar los políticos corruptos y aquellos que colaboran con ellos, el escándalo está servido. Lo podemos apreciar a diario en los noticiarios.

Desde mi punto de vista la solución, o al menos el paliativo, va más allá de la mera penalización de la corrupción. Hay que potenciar la prevención y la más eficaz de todas las medidas que se pueden tomar, antes de que se cometa ese delito, es la transparencia. Si consiguiéramos hacer de la transparencia una costumbre ineludible, en vez de presentarla como una novedad o el mérito de unos pocos, cortaríamos de raíz el problema. Institucionalizar la transparencia como parte de la esencia del ejercicio político acabaría, incluso, con las prácticas éticamente cuestionables o aquellas que están en la frontera de la legalidad.

Debería ser normal y fácil para cualquier ciudadano conocer la agenda de los políticos que gobiernan su ciudad, sus sueldos y gastos de representación, la remuneración de sus asesores y la cualificación que supuestamente la justifica, los intereses empresariales y los incrementos patrimoniales de los cargos públicos, las condiciones de contratación de cualquier servicio público, la contabilidad de los partidos y de todas las entidades perceptoras de fondos públicos, el coste del personal contratado y funcionario asociado a un servicio y muchos otros aspectos de la gestión de lo público que sería prolijo seguir enumerando.

La condición de cargo electo debería comportar, además de la capacidad de tomar decisiones en nombre de los ciudadanos, la obligación de informarles -con detalle y con la máxima claridad y accesibilidad- acerca de las consecuencias económicas, de los afectados y los de beneficiados por cualquier decisión o proyecto.

Si todo ciudadano pudiera acceder, sin limitaciones, a toda la información relativa a la gestión pública contaríamos con infinidad de censores, silenciosos y vigilantes, que marcarían de cerca a los políticos maniobreros y a los gestores públicos aprovechados. Con las nuevas tecnologías de la información es un objetivo perfectamente alcanzable. No es necesario que ningún funcionario tenga que buscar y facilitar un expediente a cualquier ciudadano concienciado. Bastaría con dejar abierto el acceso a los archivos y que el periodista, el historiador, el investigador, el fiscal, el policía o cualquiera de los administrados pudieran consultar y cruzar datos.

El ejercicio sistemático de la transparencia no sólo permitiría poner grandes trabas a la corrupción sino que dificultaría mucho el clientelismo (asesores que no asesoran, amigos a los que se les busca un arreglo laboral, voluntades compradas con dinero público, etc.). También permitiría saber si una administración o un servicio están sobredimensionados ya que sería posible cuantificar su coste.

En definitiva, se trataría de superar el actual modelo, a todas luces fracasado, que se basa en que haya «muchas manos y pocos ojos» para instituir otro modelo, mucho más eficaz en democracia, basado en que haya «muchos ojos y pocas manos».