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Un puente defensivo

El viaducto de Santa María de Alzira, más tarde de San Gregorio, estuvo en pie hasta 1921 Su aspecto marcial identificaba la silueta de la ciudad

Vista del paso de San Gregorio en una fotografía de principios del siglo pasado. archivo alfonso rovira

El puente de Santa María de Alzira pasó a llamarse de San Gregorio ya que contaba con un pequeño ermitorio en el centro y, según conocemos por transmisión oral, el santo intercedió en el amansamiento de las aguas del río en las inundaciones del 4 de noviembre de 1571, día de su festividad.

Este puente, situado en el camino de València, se sostenía sobre cuatro arcos y cada uno tenía una dimensión de luz distinta. Con motivo del proyecto para el saneamiento del Júcar redactado a finales del siglo XIX, una vez construido el puente de hierro unos metros más hacia abajo del curso hacia Cullera, en 1921 fue demolido.

Por las crónicas del abogado alcireño Rodolfo Clari tituladas «Memorias de un sesentón», hemos sabido historias del aquel hermoso puente de piedra de sillería, de aspecto bélico „escribía el señor Clari„ que nacía junto al paso a nivel del ferrocarril de la estación y tenía en su comienzo una gran puerta flanqueada por dos bellas torres almenadas, que con su macizo portón aspillero y su rastrillo, formaban la inexpugnable barbacana protectora. Tenía dos de sus arcos desarticulados por la bóveda formada de recios maderos, sobre los que posaba el piso de tierra y grava, que en caso de posible guerra se abría y no había enemigo que saltara por la cortadura.

Ofrecía además ese original puente de cinco ojos la particularidad logística de doblarse horizontalmente a su izquierda, de forma que no podía enfilarse desde encima de él ningún ataque frontal de hombres o artefactos. Además, por esta parte de la población no terminaba en ninguna puerta, sino en la buharda o lienzo de la muralla, pegado a la que se deslizaba hasta encontrar la puerta de la Villa.

Agilizando el paso

Más tarde se perforó la muralla al final del puente para dejar paso a las personas; los carruajes continuaron por la pista para entrar por el lugar donde se hallaba la iglesia de Santa María, continuando los vehículos que lo deseaban por la calle Ronda, calzada pegada el curso del río Barxeta, protegida por un macizo torreón de ángulo. Debajo del puente, las aguas se dividían en dos corrientes al llegar a los pies de la fortificación: la principal continuaba su marcha hacia el mar, y la derivada torcía a la derecha, rodeando por entero a la ciudad y retornando por la otra parte a juntarse otra vez al cauce principal.

Entrando en la población por la puerta de Santa María se seguía por la calle mayor del mismo nombre. A la derecha discurría el estrecho callejón del Mur, que era el cinturón defensivo de poniente, hasta llegar a la salida de la ciudad por otro puente de piedra, el de San Bernardo, desaparecido entre 1966 y 1967. También en este puente „señala don Rodolfo„ conocimos un gran portón fortificado, antiguamente defendido por otro foso circular en su extremo, que aislaba de la Vila el Arrabal de San Agustín. Se cerraba los jueves y viernes santo para el tránsito rodado, si bien dejaba abierto un postigo para el paso de las personas. Aquella parte de la ciudad antigua, la Vila, ofrecía un aspecto de fortaleza y por su privilegiada situación permitía el único paso sobre el río Júcar entre la Ribera Alta y Baixa. Mereció que el rey don Jaime le concediera la llave como distintivo de su escudo, puesto que abría o cerraba las comunicaciones de un lado a otro del río.

El fin de la Alzira militar

Esa Alzira perdió su marcial silueta con la desaparición del puente de San Gregorio, con sus murallas, portones y torreones. Lo mismo ocurrió con la desaparición de los portones del puente de San Bernardo, que privó a los alcireños de aquel tipo guerrero que se levantaba en el centro de la ciudad; a cambio se nos ha concedido más espacio para el voluminoso ajetreo de una vida más productiva. Hoy, los puentes „decía el historiador„ ni quieren llaves ni puertas para cerrar o abrir el paso a ningún ejército, sino para estar siempre abiertos al tránsito de muchedumbre pacífica; de los productos de su labor y de los vehículos de su riqueza. Alzira, la isla verde de los árabes, ha ensanchado por los campos y los montes, con su trabajo, el manto de aquel sublime color, terminaba diciendo el autor de «Memorias de un sesentón» el 23 de febrero de 1948. Aquel día el que suscribe cumplía 17 años.

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