La visita del papa Juan Pablo II a Alzira fue un hecho excepcional. Nunca antes había viajado un pontífice a España y jamás se habría previsto que aterrizara en Alzira a no ser que, apenas unos días antes, la célebre pantanada hubiera inundadado la Ribera de desolación e incontables pérdidas económicasy personales. La catástrofe forzó muy a última hora un cambio de ruta que permitió a Karol Józef Wojtyłaconsolar a los damnificados, aunque en realidad fueron muy pocos los afectados por la rotura de la presa que lograron acercarse al hoy santo del catolicismo. Un férreo blindaje, y no solo policial, controló el acto. El santuario de la patrona de Alzira, la Virgen del Lluch, ante la que oró el Vicario de Cristo, estaba lleno, aunque muy pocos asistentes eran de Alzira. Representantes del Opus dominaron la organizacion e impusieron su criterio por encima de cualquier otra circunstancia.

Ayer se cumplieron cuarenta años de esa histórica visita papal. El presidente de la cofradía de la Virgen del Lluch, José Palacios, formaba parte del Consejo de Arzobispado y, pese a su influencia, apenas tuvo margen de maniobra. El programa de actos de Juan Pablo II en España estaba cerrado desde hacía meses, pero Palacios reclamó que la comisión diocesana revisara la agenda para incluir un breve desplazamiento a la Ribera, similar al que habían protagonizado los reyes Juan Carlos I y Sofía a Alzira. Entre varias propuestas, los organizadores se decantaron por el santuario, situado en lo alto de la Muntanyeta del Salvador, un promontorio que ofrecía suficientes garantías de seguridad y espacio.

Autoridades policiales y el entonces arzobispo, Miguel Roca Cabanellas, visitaron el lugar y dieron su visto bueno. La primera tarea era limpiar y desinfectar el santuario, que había servido de refugio y centro médico para decenas de familias afectadas por las inundaciones. Un grupo de mujeres de la cofradía se puso manos a la obra. La plaza central ya se había transformado en un helipuerto improvisado durante las dos semanas previas, por lo que no requirió grandes intervenciones. Todo parecía encarrilado, pero pocos días antes de la jornada prevista para la visita papal, se desplazó a Alzira un grupo de señoras de la alta sociedad valenciana con ánimo de tomar el mando, según han reconocido varias fuentes a este periódico. Su objetivo era llenar los espacios por los que iba a deambular el Santo Padre de alfombras, tapices y suntuosos candelabros.

La entonces presidenta de la cofradía, Mari Carmen Quilez, informó a Palacios de los derechos sobre la organización de la visita apostólica a España que esgrimía el comité de mujeres desplazado desde Valencia y de las tensiones que se habían desencadenado. El presidente intervino, pidió amparo al Arzobispado y Roca Cabanellas admitió la inconveniencia de exhibir lujos y adornos innecesarios en una zona que acababa de ser arrasada por una descomunal riada. Sin embargo, la victoria fue pírrica. Palacios y la cofradía fueron apartados de la organización del acto.

La larga espera del helicóptero papal fue animada con canciones folclóricas de Manolo Escolar. La música chirriaba en un ambiente llamado a transmitir dolor ante las irreparables pérdidas que había provocado el pantano de Tous y los periodistas que cubrieron el acontecimiento se quedaron más perplejos todavía al comprobar la escasísima representación de la sociedad damnificada. La cofradía solo recibió dos autorizaciones para entrar en el templo, que Palacios cedió al industrial Luis Suñer y a su esposa, que habían colaborado en la financiación del viaje papal a España, y se quedaron fuera.

Para acceder a la ermita había que superar varios controles policiales y barreras instaladas por los organizadores formadas por individuos que exhibían un brazalete con la bandera del Vaticano. La última se situaba en la misma puerta del santuario. Ningún medio de comunicación, salvo los fotógrafos autorizados por la Conferencia Episcopal, pudieron entrar al recinto. La alzireña que más cerca consiguió estar del papa fue la ermitana, Andrea Ceballos, que se acercó con una nieta al papa, que en ningún caso se mostró contrariado. Al contrario.

El breve parlamento que el arzobispo y el pontífice dirigieron a las casi seis mil personas congregadas se desarrolló en la terraza situada ante el santuario. Y la visita fue muy breve. Más intenso fue el control que ejerció el Opus.