La auditoría de las cuentas municipales de Gandia sobre un periodo de 14 años (2003-2016) tiene su origen en la promesa (casi una declaración de principios) hecha por la alcaldesa el día de su investidura destinada a acabar con la opacidad institucional de los últimos gobiernos. En el actual mandato, las políticas de transparencia institucional del bipartito han logrado, con notable éxito, liquidar esos perniciosos hábitos políticos, iniciando una nueva gobernanza que reivindica decididamente el concepto de responsabilidad.

Pero, conseguido en buena medida ese cambio histórico, ¿de qué le sirve hoy al ciudadano un escrutinio de gran calado sobre la gestión de los gobiernos anteriores cuando los hechos son inmodificables, los más relevantes se conocen a partir de las cifras de deuda y los más escabrosos están pendientes de dictámenes judiciales o ya han sido ventilados por los tribunales? ¿Qué sentido tiene una auditoría en gran medida impenetrable para los ciudadanos que no restañará ni un solo céntimo de la deuda municipal acumulada? ¿Servirá al menos para depurar responsabilidades políticas? ¿La responsabilidad de quién? ¿En qué grado? ¿De personas que ya no están en la vida pública y en todo caso han desaparecido de la política local? ¿De los partidos a los que pertenecían tales personas en calidad de alcaldes o de concejales? ¿Del ministerio que permitió que el anterior gobierno local alcanzase cotas de deuda estratosféricas? ¿De gente, como Guillermo Barber, que ni siquiera admite su responsabilidad en la creación de tres presupuestos ilegales y en los 140 millones de deuda cosechados en su etapa como concejal de Hacienda? ¿Del partido que todavía mantiene a ese señor en sus cargos institucionales?

Todas esas preguntas no carecen de sentido, más aún en año preelectoral. Sin embargo, tiene toda la razón Nahuel González al anteponer a las estrategias políticas el derecho de los ciudadanos a conocer los datos a fondo: representan nuestra historia y debemos afrontarla sin reservas. Una posición, aunque necesaria, de alto riesgo teniendo en cuenta que la auditoría es un documento técnico difícil de comunicar a la ciudadanía y un instrumento idóneo para movilizar a los heraldos negros de la demagogia. En ese sentido basta decir que, antes de conocerla, el concejal del PP Vicent Gregori ya ha lanzado contra la auditoría las primeras insidias al afirmar que el gobierno ha retrasado su presentación porque «la está maquillando». ¿Tiene alguna prueba o es, como parece, otra falacia marca de la casa? Ante el nivel dialéctico de esa clase de gente solo cabe esperar, con relación a la auditoría, un debate político previamente envenenado y rebajado a la altura del betún. Aunque mezquina, esa actitud es explicable: mientras el resto de partidos se han renovado y pueden realizar un ejercicio crítico y autocrítico sobre el pasado, el PP local está dirigido por cadáveres políticos que aspiran a que se olviden sus hazañas. La luz les destruiría.

Pero Nahuel González tiene razón: hay que contar con eso, y un gobierno que ha hecho de la transparencia uno de sus puntales, ha cumplido sus promesas y está demostrando ser el más juicioso de la última década, no puede ahora rehuir los hechos del pasado, por muy incómodos que resulten para los partidos o los políticos, regenerados o no, en activo o desaparecidos de la vida pública local. Tenemos derecho a conocer y valorar, si no la verdad completa, los datos fríos, irrefutables, de la gestión de los ejecutivos anteriores que, hasta ahora, han sido poco menos que un arcano informativo, y personas como González nos están enseñando, como el gobierno al que pertenece, que la política es algo serio, una actividad que a veces exige grandes dosis de valentía y de la que hay que desterrar a mindundis, irresponsables y llorones.

La auditoría es una catarsis política brutal, pero ha encontrado en todos los partidos, excepto en el de siempre, un consenso necesario en torno a valores democráticos innegociables: el derecho a la transparencia pública de los ciudadanos, la defensa de la dignidad de las instituciones y la asunción de responsabilidades. Algo que solo puede hacerse sin miedo, aceptando los costes, y marca la diferencia entre los políticos que nos merecemos y los otros.