n os gusta creer que la opinión pública se comporta democráticamente, pero no es así. En realidad se alimenta de información, género que, por su importancia estratégica, se encuentra en gran parte en manos de bancos y otras grandes corporaciones privadas que forman una amplia red de intereses cruzados. Lejos quedan los tiempos en que la casta financiera española manifestaba con orgullo profesional que invertir en medios de comunicación no era una línea del negocio, como le reprocharon a Mario Conde (un precursor) hace 30 años los banqueros tras la inversión hecha por Banesto en Antena3 TV. Son historias del pleistoceno, pero sirven para visualizar cómo ha cambiado el cuento.

Hoy existe un boyante mercado informativo abrumadoramente controlado y administrado con la discreción y eficacia habituales por intereses particulares que no aspiran ya a fiscalizar o a influir en el sistema, sino a ocuparlo, y cuyos triunfos merecen recordarse.

Uno: la creación de un partido anti-Podemos que encarna Cs a nivel nacional, como pidió públicamente el presidente del Banco de Sabadell. Logro compensatorio precedido, en sentido opuesto, por la permanente exposición de Pablo Iglesias en las televisiones privadas (¡qué tiempos, compañeras!) con el objetivo de desgastar al PSOE, operación entonces culminada con éxito.

Dos: la construcción de un ámbito semántico específico para designar la situación política catalana (el famoso «golpe de estado» sigue siendo el producto estrella) sobre el que se ha reeditado la milonga neofranquista de la patria en peligro, a punto de caer manos de partidos anticonstitucionalistas, venezolanistas, radicales y periféricos.

Y tres, pero no menos importante: el acelerado recubrimiento a base de blanco de España de la horda ultra recién llegada a las altas instituciones representativas a la que se evita a toda costa calificar, incluso coloquialmente, de «fascista».

Por no hablar de la reformulación del concepto de violencia política, que ha sido, en términos de pedagogía democrática, impresionante: ya es «violento» ponerse un lazo amarillo en la solapa pero no hacer llamamientos públicos en favor del uso de las armas de fuego, como la idea de liquidar las autonomías empieza a verse como una opinión respetable que, lejos de intentar «romper España», la devuelve a su verdadero ser. Tampoco sacar a Franco del Valle del Terror es una decisión política que cumple con el mandato de la ONU, sino una medida polémica a la que, democráticamente, se oponen algunos partidos, periodistas y tertulianos a piñón fijo.

Sobre esa estrategia general de ocupación del lenguaje, que hace del ruido su mejor activo y se reserva la asignación de cuotas de visibilidad, se está desarrollando la campaña electoral. Una vez más los «debates» políticos de las televisiones privadas se presentan como un saludable rito democrático. Pretensión de nula necesidad, aunque de gran audiencia potencial, que reduce el parlamentarismo (como ocurre con las llamadas «tertulias políticas») a los esquemas de espectáculo y negocio de las grandes corporaciones, cuya idea de un debate político de interés general pasa por dictar las reglas de juego, quebrantar la ley electoral e invitar a Vox en calidad de partido homologable al resto, incluso antes de que le voten. La Junta Electoral ha salido al paso de las maniobras del duopolio televisivo, pero no ha impedido que se demuestre por enésima vez el poder de intervención política que se conceden a sí mismas esas grandes empresas a las que nadie ha votado, que incumplen los dictámenes del Tribunal de la Competencia y cuyo objetivo actual pasa por meter a Vox hasta en la cocina (exactamente en la de Bertín Osborne, parodiado en los programas de humor de TV3 que tan bien resumen el llamado «problema catalán»).

Si se hace abstracción del ruido informativo fabricado a destajo desde la meseta, aparece una España mucho más tranquila, la España posible que ciertas élites extractivas, como los partidos que patrocinan, creen que no podemos permitirnos porque, como pensaba el llorado General, no estamos maduros ni para la democracia ni para otra calma que no sea una secuela de la furia nacional. Toda esa basura, ¿a quién beneficia? A unos partidos más que a otros. Deberíamos pensarlo antes de votar.