m ientras embarcábamos en un Boeing 207 de Iberia se reflejaba en el rostro de todo el equipo una mezcla de felicidad e ilusión. Convertidos en peliculeros íbamos a vivir La noche americana, la inolvidable película de François Trufaut.

Aterrizamos a media tarde, oyendo el rugido del león de la Metro, cuando se encendían las primeras luces de Nueva York dándole la magia del technicolor y el cinemascope.

Dos enormes limusinas nos llevaron al hotel y, apenas dejamos el equipaje, salimos disparados para comernos la gran manzana.

La primera estación fue en el bar de la Paramount, en la Calle 42, donde, en los años 60, Gary Grant y Lauren Bacall tomaban sus célebres Martinis perfumados con unas gotas de vermouth. Ximo Vidal levantó su copa y dijo:

-Este viático de ginebra es el rito iniciático de nuestra aventura cinematográfica.

Y no se equivocaba, porque acto seguido les llevé al Café Carlyle, entre Madison Avenue y Park Av, donde Woody Allen tocaba el clarinete. La tercera estación fue a bordo de un helicóptero sobrevolando Nueva York. El espectáculo fue tan alucinante que nos pareció ver a King Kong encaramado en lo alto del Empire State.

Mi hijo Pedro, que por aquel tiempo estudiaba en la Universidad de Boston, se encargó de solicitar los permisos de rodaje y alquilar una gran furgoneta para transportar a todo el equipo. A las nueve de la mañana nos recogió para ir a rodar a la Isla de Ellis, junto a la Estatua de la Libertad, un conjunto de edificios donde, en el siglo pasado, los emigrantes debían pasar el examen médico y los trámites de emigración antes de ser admitidos en el país. Todo estaba perfectamente conservado, y en los libros de registro encontramos los nombres de muchos oriundos de pueblos de la Safor y la Marina Alta. En aquel escenario rodamos la llegada de Gongui y Miquel en 1920. Por la tarde seguimos en los alrededores del puente de Brooklyn y en varias calles donde los edificios conservaban el estilo de aquellos tiempos.

El tercer día, mientras las mujeres y Toni permanecían disfrutando de Nueva York, el resto del grupo partimos camino de Boston. Amplias carreteras, grandes automóviles de colores psicodélicos, enormes caravanas e imponentes camiones. Paramos en un bar de carretera donde se hicieron realidad las hamburguesas gigantes con cebolla, mostaza y sirope, los cucuruchos de patatas fritas, las tortitas con nata y crema de cacahuete y los enormes vasos de cartón con Coca-cola o café... Para completar el ambiente, Ximo Gonga se acercó a la máquina de discos y puso la canción de Sinatra Fly Me To The Moon.

El paisaje verde seguía inconmensurable salpicado por pequeñas casas que, al llegar la noche se convertían, en luciérnagas. Llegamos a Boston cuando sus anuncios luminosos nos hacían guiños de complicidad, invitándonos a conocerla. De la mano de Pedro saboreamos la noche de Boston, pero me permitirán no entrar en detalles de las anécdotas que se vivieron.

Al día siguiente, como si nada hubiera sucedido, comenzamos la mañana rodando en la casa de los Morant, en los alrededores de Boston, donde nos acogieron con su proverbial generosidad. Por la tarde, nos trasladamos al Club Español de New Britain y entrevistamos a varios personajes oriundos de Murla.

La lápida del capitán, que dio pie al guión de la película, era una magnífica reproducción en madera, y el último día de nuestra estancia en Nueva York no se nos ocurrió nada mejor que llevarla a Central Park. La colocamos bajo un frondoso magnolio. y el grupo Pluja inició su último estreno en Nueva York: Amparo y Gongui se arrodillaron mientras Miquel Ribes, Joan Muñoz, Santi Gomar y los dos Ximos, como si formaran parte de la familia del muerto, comenzaron a rezar alrededor de su tumba. Poco a poco se fueron acercando algunos curiosos y, entonces, Anabel Borja y Pau Pérez explicaron la historia del célebre capitán. Cuando nos retiramos había más de 100 personas alrededor de la lápida. Fue un magnífico final para una aventura maravillosa.

Pueden ver la película en mi web jmborja.com, entrando en «vídeos».