el viejo sueño, tan popular, de atracar un banco y retirarse de la circulación está en peligro. Los datos son trágicos: en la última década los atracos a bancos se han reducido en un 60%, porcentaje que aumenta de año en año. El 40% restante parece haber quedado en manos de yonquis y aficionados. La seriedad de la profesión degenera. El atraco bancario ha perdido prestigio por falta de mantenimiento, por las limitaciones legales al pago en metálico (2.500 euros) y por la bochornosa disminución de efectivo en las entidades financieras. Hace mucho que el atraco bancario tradicional solo existe en la imaginación de algunos guionistas que saben que aún funciona como estimulante psicológico de las masas. Pero si nadie lo remedia, el atracador bancario desaparecerá, y cuando queramos reparar el daño ya será tarde.

El ocaso del atracador supone un coste social que no podemos permitirnos sin renunciar a lo mejor de nuestras tradiciones y sueños colectivos. ¿A quién le interesa que el atracador no levante cabeza? Es más que revelador que cuando los atracos empezaron a decaer, la política y once entidades financieras se dedicaran al robo a gran escala: la estafa de las preferentes ascendió a 30.000 millones, afectó a 700.000 ciudadanos y el coste de la corrupción política está estudiándose en varias universidades de Alemania porque la cifra exacta no cabe en un cerebro español. En comparación con ese impresionante número de millones lo obtenido en concepto de atracos en el mismo periodo supone una cantidad irrisoria, lo que no ha impedido que las penas de cárcel hayan caído abrumadoramente del lado del gremio de atracadores. Por lo demás, salvo casos esporádicos, ni los atracos han puesto nunca en peligro el dinero de los clientes de los bancos ni han afectado seriamente a los intereses de los prestamistas desde que el profeta Ezequiel condenó la usura.

Por sus evidentes implicaciones culturales y simbólicas, la figura del atracador, como la del bandolero o la del pirata, era vista como un contrapeso del poder, y justamente cuando más necesitábamos recrear ese arquetipo universal para conjurar el derrotismo al que nos han llevado los bancos y sus terminales políticas vemos como al atracador se le deja sin horizontes laborales y se le pierde el respeto como si fuera, más que un delincuente, una mala persona. ¿Qué será lo siguiente? ¿Convertir a Robin Hood o a Curro Jiménez en personajes dudosos? ¿Acusar a Joan Serrallonga de planes separatistas? ¿Despojar a Ronald Biggs y a sus camaradas del Tren Correo de Glasgow de la categoría de artistas? ¿Quedarnos con la parte mala de Bonnie & Clay o Jesse James? Todos cometemos errores. Hasta el Papa Francisco, que es un santo, fue portero en un club nocturno en su juventud y, como el profeta Ezequiel, ha condenado la usura.

Un país inteligente y culto subvencionaría, como al peligroso cine español, el oficio de atracador, porque hay tradiciones que no deben perderse, porque no podemos dejar que nos roben los sueños y porque está bastante claro que cuando había trabajo para los atracadores los bancos funcionaban mejor. Pero no parece que los bancos estén por la labor de echarles un cable a los atracadores, aunque solo sea en recuerdo de los viejos tiempos o para promoverlos como bienes culturales con mucha demanda. Así vamos mal. Vamos muy mal.