Si algo ha provocado la contundente sentencia del Tribunal Supremo contra los encausados por el procés ha sido una formidable división de opiniones. La ha habido entre los jueces, en los medios de comunicación nacionales y en la opinión pública. Con más unanimidad, la prensa internacional ha subrayado el rigor de las sentencias, y hasta el presidente de la Cámara de los Comunes ha manifestado que el Parlamento británico abrirá gustosamente las puertas a Puigdemont.

En ese clima paradójico, de controversia generalizada, el lunes una concentración de doscientos ciudadanos reclamaba frente al ayuntamiento de Gandia la libertad para los políticos catalanes que llevan ya dos años entre rejas. No era, pues, extraordinario que tras conocerse la sentencia del TS el concejal Nahuel González pidiese en las redes sociales la amnistía para quienes habían sido condenados a rigurosas penas. Pero entonces llegó Víctor Soler, al frente de la unidad de salvamento patriótico.

Saliendo al paso del comentario de González, primero exigió a la alcaldesa una rectificación formal y después, sintiéndose quizás más creativo, le apremió a romper el pacto de gobierno con «los que quieren destruir España», poniendo a disposición del PSOE sus nueve concejales para, según dijo, «recuperar la senda de la moderación».

Tan grotesca era la propuesta que ni siquiera obtuvo el eco mediático que, probablemente, esperaba su promotor. Sin embargo, esa salida oportunista e insensata, que en otras circunstancias podría haber desatado la alarma social, demuestra que la oposición del PP local no va a ser, en el actual mandato, ni propositiva, ni nueva, ni moderada, sino que va a seguir, como siempre, ocupada en desprestigiar a los adversarios políticos desde el sucursalismo, la irresponsabilidad y la indigencia democrática. Los nacionalistas del gobierno local, como sus votantes, continuarán cargando con los sambenitos de «catalanistas» o «independentistas» mientras a los socialistas se les administrará la ración habitual de estopa verbal que pasa por calificarles de «izquierda radical», de compinches de los separatistas y por retirarles el título de constitucionalistas. Es el guión de hierro que mantiene Bonig en les Corts y el del PP nacional, y el de Soler. Es lo de siempre.

En esa clase de políticos, la idea del debate político no parte de datos, razonamientos, propuestas o hechos objetivos y, mucho menos, de la moderación, sino de reventar el debate mediante proclamas incendiarias y brutales juicios de intenciones que pasan por negar a otros partidos su legitimidad democrática y presentarlos ante la opinión pública como sospechosos, animados por intenciones inconfesables. Da igual que su gestión sea eficaz o que representen mayoritariamente a los ciudadanos porque sus fines ocultos son perversos y la primera obligación política es desenmascararlos por el bien de España.

Por simple higiene democrática es necesario recordar que ese discurso se alimenta de la escoria intelectual y la falta de escrúpulos que dejó en herencia el franquismo. Un discurso que entierra a la menor ocasión el derecho a la libertad de expresión y la más simple noción de tolerancia o parlamentarismo mientras va a la caza del enemigo interior, del pensamiento delincuente, de declaraciones impropias, de traidores a la patria. Una escuela de infamia y descrédito que ha atravesado la democracia española como un fantasma y ha llevado el debate público a niveles misérrimos.

El líder del PP local está lejos de compartir los principios que sobre la libertad de expresión, la tolerancia y la representación política mantiene el speaker de la Cámara de los Comunes (¿no será otro cómplice de los catalanistas?), pero lo que importa recordar hoy es que, como ocurre en su partido, Soler cree que existe una ley no escrita que le permite discriminar entre buenos ciudadanos y ciudadanos que deben permanecer bajo sospecha cada vez que le sube la fiebre autoritaria y se siente providencial. Una idea del ejercicio de la política que ayuda al progreso de la cultura democrática tanto como las hazañas de Jack el Destripador contribuyeron al avance de la cirugía.

Víctor Soler es un reloj parado. Y no tiene arreglo. ¿Cuál será su próxima ocurrencia? No lo sabemos, pero sabemos que temblaremos después de haber reído.