La causa abierta en Argentina contra los crímenes del franquismo, que afecta a Rodolfo Martín Villa como presunto responsable de delitos cometidos durante la Transición, ha provocado una serie de testimonios de adhesión hacia el exministro franquista-democrático de los cuatro expresidentes de gobierno vivos y de personas que alcanzaron un papel relevante en ese periodo histórico. Siempre original, Felipe González fue más allá del elogio hacia la figura de Martín Villa al recordar que debían ser los demandantes (varias asociaciones de Memoria Histórica) y no el exJefe Nacional del Movimiento quienes tendrían que ser encausados por haberle puesto en esa tesitura tan inmerecida. Las acusaciones contra Martín Villa le relacionan, como ministro de Relaciones Sindicales del Gobierno de Arias Navarro, con varios hechos protagonizados por las fuerzas de orden público (como la «matanza de Vitoria» de 1976) en los que se produjeron trece muertes de ciudadanos y decenas de heridos, sucesos que nunca fueron juzgados en España.

Cuarenta y tantos años después de los hechos, el «pacto de olvido» vuelve a quedar en entredicho por enésima vez, y si durante la Transición ese contrato amnésico entre partidos fue asumido por la mayoría de la sociedad, hoy sabemos que haber hecho de él un dogma histórico lo ha convertido, como dice el relator de Naciones Unidas Fabián Salvioli, en una perversión ética y jurídica. Si nos importa el criterio de los organismos internacionales sobre estas cuestiones, deberíamos admitir que resulta inaceptable bajo cualquier punto de vista (histórico, ético, legal, estético) que las víctimas de la Transición, como las del franquismo, puedan verse como simples accidentes de la historia, olvidadas deliberadamente en nombre de principios, como «la reconciliación», rechazados como aberraciones jurídicas por la legalidad internacional.

Si algo indican los testimonios laudatorios sobre Martín Villa es el agotamiento de los relatos oficiales mantenidos durante décadas, como el de la «Transición pacífica», el de «la Transición ejemplar», el pacto de olvido, la Ley de Amnistía de 1977, la idea de «consenso» o el papel providencial de la Corona (también beneficiaria de un sórdido pacto de silencio informativo) que las investigaciones académicas y parte de la sociedad sitúan desde hace quince años en un punto que requiere no solo nuevos interrogantes y escrutinios sino, en primer lugar, una adaptación a la legalidad internacional que garantice los derechos de las víctimas. De todo eso los padres de la patria, los que han salido en defensa de Martín Villa, no quieren ni oír hablar.

Pretender que la sociedad española de hoy se comporte como la de hace casi medio siglo, acepte acríticamente un dogma que hace aguas por todos lados o se abstenga de pronunciarse sobre el papel de los actores más relevantes de la Transición, es un anacronismo simplemente patético. Y no precisamente porque la Transición no haya contado con numerosos incondicionales sino porque la administración política de ese mito fundacional, blindado a cualquier mirada crítica y falsificado a fuerza olvidos y silencios, ha sido lamentable, como demuestran los firmantes de las cartas de apoyo a Martín Villa.

¿Fue responsable ese señor de los delitos de los que se le acusa en la «querella argentina»? Más de cuarenta años después, cualquier veredicto sobre Martín Villa (y no parece que vaya a ser desfavorable en vista de que su implicación directa en los sucesos no está ni mucho menos probada) no le permitirá seguir ocultando su responsabilidad política ante víctimas, condenadas por el solo hecho de ir a la huelga y reunirse en asamblea en una iglesia antes de ser acribilladas por las fuerzas de orden público. La irresponsabilidad del franquismo sobre tales atrocidades permitía que hombres del régimen como Martín Villa, que en cualquier democracia, incluso en la española, habrían sido cesados fulminantemente, corriesen a reconfortar a los heridos, continuar progresando en su carrera política, cada vez más brillante, seguir prestando sus servicios al Estado, cada vez más servicios, ser nombrados ministros por segunda o tercera vez ya transmutados en demócratas, cada vez más demócratas, y recibir como recompensa (hace solo tres años) el reconocimiento del Rey por su contribución a las libertades. Martín Villa condecoró al policía conocido como Billy el Niño, famoso torturador (sin duda por los servicios prestados al Estado), y de él, de Martín Villa, es la frase, recogida en un libro de memorias inevitablemente titulado Al servicio del Estado: «La izquierda enarbola la bandera de las libertades, pero fuimos nosotros quienes trajimos la democracia. Nada menos». Y como portador de la democracia, nada menos, este hombre mutante, perseverante, rebosante de libertades, inauguró el Ayuntamiento de Gandia el 27 de marzo de 1982, el mismo día en que Lluís Llach actuaba en el Torreón y a quien, siempre al servicio del Estado, Martín Villa había prohibido años antes dar varios conciertos en el entendimiento de que solo al servicio del Estado se puede llevar la voz cantante.

No soy partidario de que las instituciones censuren su propia historia pero, ¿no estaría bien que alguien robase la placa que conmemora la inauguración del consistorio y apareciese en la nueva solo el nombre del alcalde Juan Román Catalá?