La democracia, democracio en masculino, es aquello donde los ciudadanos ejercen el poder político a través de sus representantes elegidos mediante el voto que, para unos, los más, los que viven del cuento público, es sagrado, para otros, entre los que me incluyo, el voto es una norma que no ha evolucionado nada desde que estaban construyendo la Acrópolis de Atenas.

Para trabajar de Ordenanza, tienes que saber: matemáticas, ciencias, literatura, catalán, antes llamado valenciano y, de cabo a rabo, la Constitución Española. Con todos mis respetos para ellos, la labor del subalterno consistirá en preparar sobres, ir a Correos, hacer fotocopias y poco más. Lo del traje azul marino abotonado, servir café, ir a por tabaco y echar la quiniela hace años que se acabó. Y no se te ocurra ser barman, para servir una Coca Cola necesitarás un curso de manipulador de alimentos.

Para votar, donde nos jugamos la sanidad, la educación, el trabajo, la ecología el cambio climático y sobre todo el fútbol de Movistar, no hace falta ninguna preparación. Vale lo del derecho a voto de todos los españoles recogido en la tan vapuleada Constitución, y si añadimos que la democracia es lo menos malo de los sistemas políticos, como dijo el orondo inglés del puro, se nos va todo un poco de las manos.

No soy politólogo, ni tampoco supremacista pedagógico. Si votar es lo único válido sin ninguna alternativa posible, hay que admitirlo como buenos demócratas, pero algún cambio en la forma de elegir tampoco iría nada mal (una segunda vuelta, voto a la persona, fórmula d’Hondt, etc.)

No veo lógico que la procedencia de muchísimos votos que se ponen en las urnas sea de personas que no saben qué es un diputado, un escaño, un Senado, un Congreso, o que no recuerden ni a «la chicharra» de Martínez Pujalte ni el ¡a la mierda! de Labordeta.

Y qué decir de las papeletas manejadas por los partidos de turno. He visto a personas con alzhéimer de la mano de un canalla, llevándoles hasta la urna a depositar su voto haciéndoles creer que aquello era una hucha, o trileros cambiándoles los sobres antes de entrar en el colegio electoral. Sin olvidar otros pintorescos casos, como los que llevan en ambulancia sin todavía haber expulsado el cloroformo. O esas monjitas de clausura que se supone no deberían saber nada de lo que pasa fuera del convento, por aquello de estar siempre dentro. Ni tampoco de esos jóvenes «revolucionarios antisistema», estudiantes o no, con su ya cansina «¿de qué se trata? que me opongo», sin querer darse cuenta del daño que hacen al país, y no me refiero al diario de nuestro paisano Javier. Cuando estén más maduros, y no quiero ser cenizo, ya será demasiado tarde. ¡Allá ellos! Nunca la juventud, y en especial los estudiantes, han vivido con tanta libertad y tan bien como en estas últimas décadas. Profesores extremistas incluidos.

En cuanto a la dificultad de encontrar trabajo, que la hay, nos ponemos todos muy exquisitos, y si vienen de fuera también muy xenófobos. Eso hay que cuidarlo con mucho cariño y empatía y, por supuesto, con la Ley en la mano, pero sobre todo teniendo más ganas de trabajar y no ser tan selectivos. «¡Yo a collir taronges!».

De las votaciones, los únicos que salen bien parados son los aspirantes a gobernar que, por muy mediocres que sean, y lo son, con unos buenos padrin@s para manipulaciones varias, la cosa está hecha. Son los que mandan pero en la tramoya. Allí mueven los hilos. Ellos crean y además fabrican a los candidatos. Eso ha ocurrido, ocurre y ocurrirá siempre en todos los partidos.

Sin son fe@s, lifting y mucho botox. Si les cuesta hablar, logopeda y un curso de locución acelerado. No importa si son demasiado jóvenes o demasiado viejos, si están o no preparados. Son marionetas fáciles de manejar incluso desde la distancia, aunque algunas a veces, de tanto cebarles el ego, les salen «ranas contestonas» y con un teléfono en sus manos pueden ser muy peligrosas. En Gandia ya ocurrió.

Si hoy he escrito sobre votos es porque lo veo venir. Las catalanas con Torra por los aires a la vuelta de la esquina. Las madrileñas con la moción gestándose pero con muy mala pinta. Y las españolas calentando motores lentamente. Tampoco me quiero olvidar de Murcia: ¡Hacho, pijo que bonica es!