No soy partidario de la palabra «partidario» con el significado de «partidista». Me pone de mal humor. Me rayo. Me empieza a temblar un párpado. Una extraña espora alienígena debió de caer desde los cielos hará cosa de dos o tres años, provocando un tipo de afección cerebral en la clase política que les hace confundir «partidario» con «partidista». Nunca antes lo habíamos oído. Desconozco quién fue el paciente cero de esta epidemia, pero desde entonces se ha extendido a diestro (es decir, el PP) y siniestro (es decir, VOX). Escucho a Carmen Calvo, vicepresidenta del Gobierno, en el telediario de ayer, jueves: «El PP y su presidente, Pablo Casado, han demostrado que sus intereses partidarios están muy por encima de los intereses de España». Un momento, Carmen, ¿intereses partidarios de qué? ¿De las corridas de toros? ¿De la cebolla en la tortilla de patatas? ¿De la legalización de la marihuana medicinal?

La democracia española moderna ha atravesado momentos difíciles a lo largo de sus más de cuatro décadas de existencia. Golpes de Estado, crisis económicas, Josemaría Aznar. De todos estos trances hemos salido manteniendo una fe inquebrantable en un pequeño número de certezas básicas. Y una de ellas es la que asegura que «partidario» es un adjetivo que indica una preferencia por algo que se citará a continuación en la frase. Si lo que se quiere significar es algo referido a los tejemanejes de un partido político, entonces el adjetivo adecuado es «partidista». Adolfo Suárez senior nunca usó «partidario» para referirse a la UCD. Felipe González al principio no fue partidario y luego sí fue partidario, pero de la OTAN. Nos esperan dos campañas electorales de cinco partidos nacionales para cuatro elecciones. Cuarenta ocasiones para que nuestros pródigos estadistas nos peten la cabeza en cada aparición pública televisiva confundiendo «partidario» con «partidista». Vehementemente, me declaro partidario de «partidista». Exijo mi derecho a ser parte sin necesidad de ser partido.