Hay imágenes dotadas de tanto dramatismo que se quedan grabadas en la mente para el resto de los días. Algunas llegan cuando uno todavía no es capaz de comprender el mundo que le rodea, tantas veces cruel con el inocente. La desgracia se asoma todos los días desde que tengo uso de razón en el Telediario. Dos sucesos me estremecen cuando echo la vista atrás, sólo había tres canales: el primero, aquella niña colombiana de 13 años, se llamaba Omayra Sánchez agonizaba atrapada después de un derrumbe provocado por un volcán. Corría el año 1985 y durante días medio planeta tuvo el corazón en un puño, viendo esa cabecita que sobresalía del agua y que pronto se apagaba. Yo tenía cinco años y aún recuerdo el dolor.

Un año después, con seis años, supe de los peligros de la era nuclear, no fue cosa de la Bruja Avería, pasó cuando el noticiario mostraba durante meses el horror de Chernóbil. Ahora 34 años después se asoman los primeros signos de vida donde habita la radiación. Casi coincidiendo con los primeros brotes verdes donde hubo destrucción, HBO hace memoria de lo ocurrido en una miniserie de alta calidad en la que se narra la tragedia desde el minuto cero. Chernobyl cuenta el escalofriante accidente en la central nuclear Vladímir Ilich Lenin y todo lo que le rodeó, mostrando la piel de las víctimas, también el fatal hacer y las mentiras de los responsables del suceso. El relato resulta a cada minuto estremecedor y me produce un silencio interior mientras devoro el primer capítulo. Desde la distancia y a través de la ficción resulta no menos doloroso recordar uno de los grandes errores de la humanidad convertido en puro y recomendable terror para televisión.