La afición valencianista no quiso despedir a Jaume Ortí en silencio. La figura del presidente del doblete es tan querida, y tan hondo el pesar de su fallecimiento, que en el momento en el que Iglesias Villanueva dio la señal para dar inicio al silencio, los 49.000 espectadores arrancaron en aplausos espontáneos, rompiendo con toda convención, con el exigido luto, como en los funerales rítmicos de Nueva Orleans.

No podía haber silencio para recordar a un personaje que nunca entendió su cargo sin el ejercicio del afecto, la alegría y el hedonismo. Los aplausos se fundieron con la melodía de las «dolçaines». Nadie en el pueblo de Mestalla olvidará ese recuerdo.

Fue un instante de cargada emotividad en una velada cargada de un voltaje emocional permanente. El presidente del doblete ya forma parte del relato histórico del club, y su nombre se conserva con la gloria enciclopédica con la que se recuerdan figuras indiscutibles, de Luis Casanova a Arturo Tuzón, pasando por Vicente Peris y tantos otros que sirvieron a la institución con una militancia insobornable, que tanto cuesta encontrar en un deporte convertido en negocio.

El homenaje fue sencillo y emotivo, acorde a la personalidad de Jaume. A las 20:40 horas, antes de la salida al campo de los jugadores, salió el mítico palmito de la peña de Aldaia, que Ortí paseó por el césped de Sarrià, la Rosaleda y el Sánchez Pizjuán, en tres de las seis ligas conquistadas por el equipo.

El azar quiso que ninguno de esos alirones se cantase sobre el césped de Mestalla. Los aficionados, muchos de ellos identificados con la peluca naranja que el dirigente se enfundó en el partido en la Romareda de 2004 que dejó sentenciado el título, entonaron el nombre de Ortí. Por los videomarcadores, mientras, aparecían los mensajes en Twitter que en los pasados días publicaron los exjugadores que coincidieron con Ortí.

El minuto de silencio por Ortí fue el momento culminante de unas horas previas marcadas por la fervorosa incondicionalidad con la que la afición encaró el partido. Dos horas antes del partido, ocho mil aficionados habían tomado la Avenida de Suecia y tributaron un recibimiento descomunal al Valencia.

Dentro del autocar, los asombrados jugadores grababan con sus móviles la escena, subida de inmediato a las redes sociales. El equipo y su hinchada se fundían en una única piel, sin ningún cordón de seguridad, con el autocar avanzando lentamente mientras los cánticos eran cada vez más ensordecedores, con las manos palmeando la carrocería. Ni los aficionados más veteranos recordaban una bienvenida de ese calado.