Los valencianos usamos con frecuencia el verbo pegar-li foc, traducción del castellano pegar, en su acepción «pegar el fuego», en no pocas ocasiones cuando nos referimos, mayormente en plan lúdico-festivo, a arrasar con lo que sea. Las Fallas, estudiadas antropológicamente, nos enseñan que son la manera con que los valencianos le pegamos el fuego al invierno –li peguem foc a l´hivern–al que hemos soportado a duras penas, y del que nos hemos quejado por total cuatro días de frío serio que tenemos en cada estación invernal.

El clima valenciano siempre ha sido bastante agradable, salvo las excepciones que confirman toda regla –nulla regula, sine exceptionehasta el extremo que aquí se puede vivir en la calle con cierta benignidad desde marzo hasta noviembre.

En razón a ello, a los valencianos nos gusta vivir en la calle, pasear por la calle, cenar en la calle, somos gente de calle. No nos gusta para nada estar encerrados en casa. Aún no hay una brizna de sol y una temperatura tibia, saltamos de inmediato a la calle.

El invierno lo aguantamos mal y nos lo pasamos presionándolo, empujándolo nerviosos para que se vaya. Lo jalonamos de presentaciones y exaltaciones falleras y en llegar los últimos días de febrero encendemos con la mecha de la crida–que no cridà–la larga y estruendosa mascletà de las Fallas. Crida en la tradición lingüística y sociológica valenciana es bando, anuncio.

La crida es el clamoroso veredicto popular por el que se condena a la hoguera al invierno un mes antes de que se despida oficialmente. Hay ganas de machacarlo, de expulsarlo, de que desaparezca de estas tierras.

Las Fallas inmolarán el frío y será la excusa perfecta para que los valencianos volvamos a tomar las calles tristes y grises, desiertas por el invierno. La justificación para no aguantar estar encerrados en casa y disfrutar de los primeros soles de una primavera anticipada, como ocurre en las islas sicilianas, donde los almendros florecen al compás del adiós de las últimas nieves.

Con la crida –eso sí- concluyó la quietud y el silencio del invierno. El ruido, día y noche, será imparable. La guerra con fuegos de artificio y juegos pirotécnicos se desata de manera inmisericorde bordeando a veces la línea del desfase.

Comienza un mes largo de fiestas en esta ciudad y tierra que vive en estado de excepción, permanente, de fiesta. Es la fiesta profana por antonomasia de Valencia, la gran fiesta que mueve montañas de gentes y de dinero.

Una fiesta tan nerviosa que fulminará el invierno dos días antes de su muerte oficial astronómica, porque, como podría decir el capitán de los Tercios de Flandes, «Valencia y los valencianos, señora, somos así».