La familia Raga era propietaria de una fábrica de cuerdas rodeada por un gran espacio, entre la calle de San Vicente y la estación del Norte, que iba a ser irremediablemente absorbida por la expansión de Valencia. Al enajenar sus tierras puso la condición de que nunca se tocara la esbelta palmera que se antepondría por los ciudadanos al nombre de calle, Julio Antonio, nueva vía a cuyo alrededor surgieron construcciones nuevas y tiendas de barrio. Entre ellas, al principio de 1920, la pescadería de Vicente Crespo.

Lejos de allí, en Gobernador Viejo, Nicolás Caparrós y Rosa, matrimonio con orígenes almerienses, tenía un almacén de plátanos que verdes llegaban y pronto se doraban por la acción de los gases de carburo. En 1957, la riada destrozó la mercancía y el local y a punto estuvo de acabar con la vida del vigilante; los Caparrós acordaron emprender otro negocio, coincidiendo en el tiempo con la decisión de Vicente Crespo de traspasar el suyo que pasó a ser propiedad de los antiguos plataneros ayudados por hermanos y primos que compartieron los primeros años de tanto sacrificio para pagar la deuda contraída, hasta el punto de que noches enteras las hubo que Nicolás solo podía dormitar unas horas en el local dedicando el resto del tiempo a que todo estuviera presto por la mañana. Retirado del mundo laboral, entraron en él sus hijos, Rosa, Mari Carmen y Nicolás.

Indeleble huella han dejado en la vecindad Rosa y su marido, Felipe; ella, una preciosa mujer de piel nacarada, perfil ajustado a los cánones mas estrictos de la estética, esbelta, dulce, siempre con el blanco delantal a juego con la dentadura que exhibía sonriente. Felipe, hombretón, dicharachero, incansable orador que con la misma destreza que preparaba los pescados sostenía simultáneas conversaciones con varias de sus clientes.

Durante casi un siglo, la pescadería de Caparrós, conocida como «la de la palmera», ha resistido a la dura competencia de otras, a los puestos del mercado de Jerusalén, a las grandes superficies que han acabado con los pequeños comerciantes, al cierre de los negocios más próximos que han invadido los oriundos del Imperio del Sol Naciente, pakistaníes, Keniatas y un largo etc...¿ Cómo lo han conseguido, cuando en varios quilómetros a la redonda nadie pudo, ni siquiera la palmera que el Ayuntamiento sustituyó hace pocos años?

Dos grandes cristaleras, una el acceso, la otra un escaparate a cuyo través se divisa una playa de hielo sobre la que yacen en pequeñas bandadas las especies de pescados, moluscos y mariscos. El local, de unos sesenta metros, se dedica en su mayoría a la venta; atrás queda el espacio de las neveras, pilas de mármol blanco y aseo. La claridad es absoluta, la limpieza exquisita y, curiosamente, no se percibe el olor al pescado porque su reciente captura no ha dejado paso al mínimo signo de putrefacción. Merluzas, pijotas, emperador, pez espada, salmonetes, boquerones, sardinas, rape, todo aquello que es propio del tiempo, de cercanos orígenes o lejanos mares; moluscos y mariscos frescos que se debaten en el movimiento de las pinzas o las patas; todo aquello que pueda ofrecerse con garantías de la más exquisita calidad.

Y como todas las etapas, la suya dejó paso a una generación nueva. Durante unos meses cerró la pescadería; como necesitando un reposo en la larga andadura, para reabrir las puertas con otra generación al frente: Nicolás y Jose, asociados con la primera persona ajena a la familia, María Tejada. Sería fácil imaginarlos con guitarras acompañando los coros de Shakira, Enrique Iglesias o los Jonas Brothers; pues tal su desenvoltura, el gracejo, las risas contagiosas y la rapidez de movimientos, unidas al aspecto de los chicos, con su profuso cabello negro y mirada profunda, que se reviste de candor en los ojos negros y profundos de Jose e intelectualidad tras los cristales de las gafas de Nico, al bellezón de María que, esposa y madre, conserva los ademanes danzantes de una niña.

Nuevas líneas de suministro

Con su llegada han surgido otras líneas de suministros ya que, a los habituales, han unido la preparación de los pescados; salpicones de pulpo, brochetas que intercalan filetes de pez con verduras varias ensartados en el pincho presto para ser dejado sobre la plancha que tanto simplifica la disposición de las comidas. Los tres se esfuerzan en conseguir la singularidad de su negocio; ninguno pierde un minuto de los que su abundante y fiel clientela puedan dejarles libres: Inmediatamente desaparecen en la trastienda y ensayan novedades, presentaciones, inventan otras formas de complacer.

De vez en cuando volvemos a ver a Rosa, tan atareada con sus nietas, tan inquieta por los peinados de valenciana que ella misma les hará con su maestría. Y a Felipe; Felipe que continúa su eterna conversación en la que no solo habla; porque él sabe muchas cosas de la vida. Ellos son la historia de un barrio.