Dentro del mundo eclesiástico, desde el siglo XVI se considera a Valencia la ciudad más devota del patriarca San José. Antes lo había sido El Cairo que durante cuatro años había acogido a la Sagrada Familia, en su huida de la matanza de niños decretada por el rey Herodes, en una cueva sobre la que años después se levantaría la Iglesia de San Sergio (Abu Serga). Por la gran labor de los monjes de sus monasterios coptos en propagar esta devoción, hasta el punto de introducir en su canto de los oficios divinos la historia de su vida según el evangelio apócrifo «la vida de José el carpintero». Pero sin llegar nunca a superar a Valencia en entusiasmo y ruidosa popularidad, gracias a su fiesta de las fallas.

Porque en España, la introducción de esta devoción se debió a la reformadora carmelita, Santa Teresa de Jesús (1515-1582), a través de los numerosos conventos por ella fundados los cuales ponía bajo el patrocinio y con el nombre de San José. También en Valencia quiso fundar uno animada por su amigo el dominico valenciano San Luis Bertrán, quien la puso en contacto con el arzobispo, Juan de Ribera, a este fin. Incluso llegaron a escoger el distrito de la Ciutat Vella para erigirlo. Pero fracasó el intento porque no hubo acuerdo en una condición que imponían ambas partes; y fue, que el arzobispo pretendía que el convento quedara sometido a su control como responsable que era de iglesia valenciana, y la fundadora que lo fuera exclusivamente de la orden carmelita.

No obstante, el tiempo que mantuvieron negociando no fue baldío. Al menos sirvió a Santa Teresa para transmitir al arzobispo su entusiasmo por la devoción a san José; y a éste a moverle a enaltecer la fiesta de las fallas añadiéndole un toque de solemnidad religiosa a lo que era entonces sólo una fiesta gremial, en torno a la quema de desechos de los materiales utilizados por los carpinteros en sus trabajos durante el año. Pero sin apenas tributar recuerdo alguno a San José, a pesar de tenerlo por patrón del Gremio. Y el arzobispo Ribera acabó con este confinamiento introduciendo en la fiesta el acto de honrarle con la celebración de una misa solemne, de obligada asistencia para el Gremi dels fusters y todos los fieles. Y como San José no tenía misa propia sino que se le venía aplicando la del «común de los santos», valiéndose de su influencia en la curia pontificia, obtuvo la aprobación de los textos litúrgicos para una misa propia de San José que, años más tarde, el mismo papa Gregorio XV estableció para la Iglesia universal siguiendo el ejemplo del arzobispo valenciano que en 1609 la había incluido en el misal propio de la archidiócesis de Valencia, junto a la de sus patronos, San Vicente Mártir y San Vicente Ferrer.

Pero a nivel personal, un tema le había quedado pendiente al arzobispo Ribera sobre la devoción a San José, según la experiencia personal que le había transmitido Santa Teresa de Jesús: «Nada de lo que le he pedido siempre, ha dejado de concedérmelo». Y es, que amante como era Juan de Ribera de las reliquias de santos, no había conseguido ninguna de San José para completar las de la Sagrada Familia que poseía, de Jesús y de María, en su capilla del Colegio de Corpus Christi por él fundado. A pesar de haberlo pedido en sus oraciones. Sin embargo, dos siglos después de fallecido, quedó cumplido este deseo por mediación de los religiosos agustinos del convento San Pío V de nuestra ciudad. Porque, al decidirse en 1812 su desaparición para establecerse en él la Academia de Cadetes, que finalmente quedó inaugurada en 1819, los frailes donaron a la Iglesia del Patriarca la reliquia de San José que poseían, consistente en una pedazo de su túnica con la que envolvió a Jesús al nacer. Con el documento que garantizaba su autenticidad firmado por el obispo romano, Luis Radicati, ratificando el del cardenal Vicario de Roma, Fabricio Paulicci, de fecha 10 de abril de 1742.