Mucho se está hablando estos días de la invisibilidad del pueblo valenciano en el conjunto del Estado, a raíz de la reivindicación de una financiación más justa para nuestra Autonomía. Sin embargo, esa ausencia no comprende únicamente la esfera política. La información cultural, y desde luego la literaria, convierten a esta Comunidad, y no digamos a la ciudad de Valencia, en una isla dentro de las conexiones existentes entre otras áreas de España. Pero lo más grave es que una ciudad se convierta en invisible para sus propios habitantes. Y esa falta de percepción afecta de manera inequívoca al concepto de la memoria histórica.

La identidad de una ciudad tiene en la memoria histórica su razón de existir, la manera más genuina de reconocerse a sí misma y valorarse en su justa medida. Al fin y al cabo una ciudad es lo que sus habitantes quieren que sea. Félix de Azúa exponía en el conjunto de artículos que conforman Lecturas compulsivas, que «la fuerza de una ciudad no está en las butacas administrativas, sino en las calles, o debiera estarlo». Pero no siempre Valencia muestra en la calle su poder reivindicativo, sino más bien sus profundas divisiones, sobre todo en materia cultural. Hace poco escuchaba que los valencianos en lo único que somos capaces de marchar al unísono es en los espectáculos de pólvora y fiesta. Es posible, pero esta cuestión poco tiene que ver con la memoria histórica.

Hace poco ha saltado la noticia de que uno de los edificios más emblemáticos de nuestra historia más reciente, el Hotel Reina Victoria, va a abrir de nuevo sus puertas al haber sido adquirido por una cadena hotelera de «boutique y de diseño». No deja de ser una gran noticia puesto que el citado establecimiento, además de ser el más antiguo de la ciudad, se convirtió en un punto de referencia cuando Valencia ostentaba la capitalidad de la II República. El escritor Ignacio Martínez de Pisón en Enterrar a los muertos, una obra a caballo entre la recreación biográfica, el reportaje histórico y la investigación detectivesca sobre la desaparición y asesinato de José Robles, a la sazón traductor en el Ministerio de la Guerra, destaca las palabras de John Dos Passos que calificaba al hotel Victoria, denominación que por razones obvias adquirió en aquella época, de «nido de corresponsales, agentes gubernamentales, espías, traficantes de municiones y mujeres misteriosas». Particularidades que atribuía también el escritor y activista político Arthur Koestler en su Autobiografía, así como Ilya Ehrenburg, escritor y periodista soviético, corresponsal de Izvestia.

Muchos son los eventos políticos cuyas tramas podrían haberse fraguado entre las paredes y la decoración de sus cosmopolitas salones. Una estética que debería ser conservada en la nueva etapa hotelera como recuerdo de lo que representó para el pulso ciudadano, aparentemente festivo y alegre, pero en el fondo revuelto y agitado, por ser Valencia la retaguardia de la España en conflicto. Hasta en los detalles más nimios se podría leer, como recordaba Calvino, la historia de la ciudad durante el periodo republicano. No ha ocurrido así en el Café Ideal Room de la calle de la Paz, que ha reabierto sus puertas con un moderno diseño que en nada evoca, salvo el nombre y un pequeño recuerdo en sus cristaleras, al mítico recinto frecuentado por periodistas, políticos e intelectuales en los años de la República. Juan Gil-Albert evocaba en Memorabilia sus tertulias de universitario en aquel establecimiento de decoración modernista en un enclave como la calle de la Paz, que para Luis Cernuda era una de las pocas calles, propiamente calles, que tenía España, según le confesó en cierta ocasión a Gil-Albert. El imaginario narrativo de la ciudad recuerda al lector los espacios desaparecidos, escaparates y pastelerías de la Valencia de los años cincuenta, tales como Nestares, Rívoli, la Rosa de Jericó o Noel, vividos por los personajes de Tranvía a la Malvarrosa, de Manuel Vicent. Los Cafés Rialto, el Lara o el Navarra, así como la sala de Té de Casa Barrachina en la entonces plaza del Caudillo, «molt ben decorada, com la resta, en estil deco», narra Frederic Martí en La ciutat trista, ya durante el franquismo.

Quizá por ello, el significado de los espacios de las ciudades sea entendido a través de los elementos urbanos, detalles arquitectónicos que son ficcionalizados por la mirada del artista. De este paisaje literario surcado de retazos y destellos brota la ciudad imaginaria, amenazante, dispuesta a suplir a la ciudad real. De toda esta identidad invisible, pero viva en la narrativa, se nutre el concepto de ciudad literaria. Ni una ni otra deben participar de la cualidad de invisibilidad, pues, como indica la profesora alemana Sigrid Weigel, «las huellas de lo visible de la ciudad resultan de una reelaboración en la que entran en contacto lo pasado y lo presente».

Lástima que la mirada de muchos valencianos pase inadvertida sobre estas cuestiones, tal vez excesivamente influenciados por la imagen trivial y tópica que una Valencia proyecta de sí misma, a menudo inconsciente, sin reflexión alguna, con el arrebato y el paroxismo de su herencia barroca.