No me gusta escribir en primera persona del singular; pero en el caso que voy a relatar no puedo evitarlo. En octubre se cumplirán sesenta años de la mayor tragedia que en València se produjo en el siglo XX y que recordamos, los veteranos; sobre todo, yo. Fue el desbordamiento del río Túria, en la tarde-noche del domingo 13; y como entonces los lunes solamente aparecía un periódico de información general -»Hoja del Lunes»- esa redacción fue la que tuvo que afrontar la complejidad informativa.

El redactor jefe de dicho semanario me telefoneó a las nueve de la noche, por ser al más joven de los miembros de la plantilla, y me ordenó dirigirme al Gobierno Civil para saber el alcance del problema. Allí nos fuimos, porque en la escalera de Gobierno Civil coincidí con Ignacio Trénor, hijo del Alcalde, y juntos en un taxi fuimos a la Comandancia, donde vimos a las máximas autoridades terrestres y marítimas observando cuál podría ser el alcance de la tragedia. Pues existía un antecedente. Ocho años atrás, en 1.949, el Túria ya salió se su cauce y se desbordó por todo éste, sin alcanzar al resto urbano; pero entonces había aún muchas chabolas de vivienda de menesterosos, que perdieron la modesta casa improvisada y muchos de ellos la vida.

Habían pasado ocho años; y esta vez, en 1.957, la tragedia desbordó las aguas por todo el casco urbano. La calle de las Barcas registró más de cinco metros de altura de las aguas; no hay que olvidar el mapa del Padre Tosca, que señalaba por allí el paso del río. En la Comandancia de Marina las autoridades locales y provinciales estaban desesperadas por conocer el alcance, pues si ya no había inquilinos en las chabolas, el desbordamiento en la desembocadura y las inundaciones urbanas trajeron un desastre a la Ciudad.

Desde la Comandancia intentamos, en el mismo taxi que nos había traído, ir hacia el centro, pero al llegar a la Escala Real del Puerto el coche comenzó a tambalearse por efecto a las olas, y hubo que saltar y buscar cobijo en un cine próximo de la avenida del Puerto; y allí pasamos la noche, viendo el patio de butacas lleno de agua. Mediada la mañana, nos atrevimos, mojados hasta la cintura, a regresar al centro de València; pero he aquí que, al llegar al cruce de la avenida que entonces se llamaba de Joe María Orense, altavoces anunciaron al público que venía una segunda «riada». Y tal fue nuestro susto, que saltamos a la caja de un camión que pasaba, pero que al llegar ante el campo de Mestalla igualmente se tambaleó por efecto de las aguas. Saltamos de nuevo y presenciamos esta segunda riada hasta las ocho de la noche, en los graderíos del entonces «Luis Casanova». En aquel lugar coincidimos con un compañero de profesión, Vicente Ventura Beltrán, que vivía en una casa próxima, a la que no pudo llegar tras una excursión dominguera. Y, así, volvimos a la calle después, con un palmo de agua y barro. Y hasta casa. Pero convendrá evocar un refrán castellano. Pues si la tragedia fue terrible, «No hay mal que por bien no venga». Consecuencia de aquella riada, el Túria fue desviado a su nuevo cauce y el antiguo, el que he visto cubierto por las aguas varios metros, hoy es un parque ajardinado.