Nunca una persona sin oficio ni beneficio, hijo de la calle, fue tan llorado. Él, en su momento, debió hacer llorar a otros. Ahora, la humanidad que le rodeaba en el adiós daba al entierro un aire de redención. Y así ocurrió ayer. Veinte días después de que los pulmones dijeran basta, Luis Ana, Luisito, el jefe de las Alameditas de las Torres de Quart, fue enterrado. En uno de los nichos blancos de la beneficencia en el sector 20, el que hay junto al Tanatorio municipal. Ahí compartirá, los próximos cinco años, un espacio cerca de Dan, Vladimir, Holanda, Ionel o Miguel Ángel. Gente, como él, que no podía pagarse un nicho más permanente, pero a la que, desde hace ya unos años, el ayuntamiento proporciona un entierro digno en primera instancia, en lugar de mandarlo inmediatamente al anonimato de la fosa común. Cuando pase ese tiempo, sus huesos se mezclarán con los de otros a los que la vida les depararon avatares igual de poco convencionales. Queda para recordarle su nombre, la fecha de la despedida, el 3 de enero, que ya habían pasado veinte días, y el corazón que trazó uno de los asistentes antes de que el cemento fraguara. Cinco años para poder acercarse a verle.

«Los Nadies» sobre el ataúd

Luis fue enterrado con su simbología de vida. Sobre una caja -sencilla, pero con dignidad más que suficiente-. Sobre la misma, un ramo de margaritas, un libro, "Los Nadies", de Eduardo Galeano. Su libro más estimado, con el que se veía identificado, que le robaron en su día, pero del que conservaba siempre una poesía. Antes de que se verificar el entierro, uno de los asistentes fue corriendo al cercano Tanatorio para sacar una bote de cerveza de la máquina expendedora. También fue depositada encima de la tapa.

Dedican un altar a un sintecho en el banco donde falleció

Dedican un altar a un sintecho en el banco donde falleció

¿Quien acudió a despedirse de él con tanta aflicción? El mundo de Luisito. «Aquel es su médico». «Yo soy Vivi». La del bar de enfrente. «Ellos son vecinos de una de las fincas». Una chica se autopresenta como «una de sus alumnas». Que no era profesor, ni mucho menos. Era una de las jóvenes estudiantes de la Universidad Católica que lo convirtieron en uno más. «Habrían venido más, pero es época de exámenes». Le recuerdan tanto esa vocación de ayudar, el saludo que no faltaba. «Y también cuando le teníamos que parar un poco los pies».

La despedida es muy emotiva. Dos de los asistentes leen una especie de diálogo en el que le hacen preguntas. Por ejemplo, por qué renunció al confort material y se conformó con vivir, día tras día, año tras año, en un banco. «Renuncié por la Libertad. Sólo por eso, que no es poco. Y desde que mis amigos Richard y Coco -otro sintecho, su compañero y confesor, y su perro, ese por el que en más de una ocasión renunció a una mejor prestación social- me dieron el último beso de fraternidad y me vine aquí... os espero. Espero vuestra llegada. Cuando os llegue el momento porque os quiero; os quiero mucho. Y no os preocupéis por mí porque yo, Luisito, en este momento y por toda la eternidad, descanso en paz». El llanto rompe la entereza de los asistentes, ninguno de los cuales tenía lazos de sangre con él. Un teléfono móvil apoyado en el ataúd hace sonar la música. Cantan un Padrenuestro y un minuto de silencio antes de que su imagen se cierre para siempre.

Un cigarrillo por la rendija

Cuando los operarios del cementerio iban a tapar el nicho con una sencilla baldosa, Vivi, que se ha quedado con Coco pegó un grito. «¡Esperen, esperen, que se me olvidaba!». Saca un cigarrillo y lo deja caer por la rendija que quedaba por sellar. «Me lo estaba pidiendo».