La larga relación en el tiempo entre la vid y el ser humano generó un gran patrimonio genético vitícola que se vio diezmado por la filoxera, y las actuales prácticas han ido aumentando la superficie de unas variedades en detrimento de otras. Antes, el viticultor las seleccionaba por su adaptación al medio, se quedaban las castas que mejor resistían el clima de cada lugar, y de entre ellas reproducía los clones más productivos, sin importar mucho la calidad final del vino. La plantación de varietales pensando en el vino que se iba a producir es una práctica reciente, determinada por la influencia anglosajona en los mercados internacionales.

En España, tan solo 10 variedades ocupan el 78 % de la superficie de viñedo y entre ellas hay dos foráneas, por lo que urge la investigación en diversidad biológica que, además, haga frente al cambio climático y a las enfermedades.

El bodeguero Rafael Cambra inició su proyecto más personal con los viñedos que hay alrededor de la Casa Boscà, en Fontanars dels Alforins. En ese paraje, alejado de la parte central del valle, más fértil, las pequeñas terrazas suben por la ladera norte de la montaña hasta adentrarse en el bosque de pinos al que una vez pertenecieron. Allí, Cambra cultiva sus varietales minoritarias más preciadas, antaño habituales en la zona, en un suelo de arena muy pedregoso a 700 metros de altitud.

La Monastrell (50%) arma la estructura de cuerpo medio de este Casabosca 2018. La Bonicaire aporta aromas frutales complejos, alegres y vivaces. La Forcallà, tanino y frescura. La Rojal su excelente acidez. Y la Arco transmite ese recuerdo a ciruelas negras. Un tinto madurado en depósitos de hormigón, sin barrica, que hace evocar lo que podrían haber sido una vez los vinos de ese lugar.