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L'Ovella: principio y fin del viaje

Solo podrás conocer la identidad del Castelló de los últimos 30 años adentrándote en la memoria de este bar y en la memoria de los que eran los únicos modernos en medio de un mundo uniforme, gris, estrecho?

En el número 17 de la calle Hasová, en Staré Mésto, la llamada Ciudad Vieja de Praga, hay una taberna en la que quizá sea verdad que se bebe la mejor cerveza de la capital, pero para el devoto de la buena literatura checa su atractivo es otro. El establecimiento tiene un nombre que hechiza: U Zláteho Tygra (El Tigre de Oro). Durante años tuvo por parroquiano fiel a un hombre corriente, un moravo con cabeza de patricio romano, ojos azules y mirada entre inocente y socarrona. Se llamaba Bohumil Hrabal, cuya singular obra de escritor tardío e influida por el clásico humor anarquista del buen soldado Sveik y la vena judía y pesimista de Kafka incomodaba al régimen socialista surgido de la Primavera de Praga.

Las guías de turismo no hablan de locales con alma, pero el Bar L'Ovella se parece algo al local checo, ya que forma parte del imaginario colectivo de Castelló y tiene alma. Hay cerveza, gente que todavía habla de libros (y fútbol, eh!) y gente que conspira e incomoda al régimen político de turno.

Las fotos de las paredes son un puente entre la memoria individual y la colectiva. En bares con alma como L'Ovella, se intenta arreglar el mundo. En cada mesa, en la barra, van y vienen las soluciones del día, aunque no haya que esperar milagros o regalos por parte de nadie. Puede que hasta ahora la política la representaran personajes de opereta y zarzuelescos, pero esta es la última oportunidad de provocar un cambio, aunque sólo sea en las maneras. De palos, destrempes y desengaños vamos servidos. Este bar es un espacio en el que no se enseña nada, pero se aprende la sociabilidad y el desencanto.

La vida de alguno de los habituales da para una película o una novela. Solo hace falta alguien con talento para contarla porque sólo podrás conocer la identidad del Castelló de los últimos 30 años adentrándote en la memoria de este bar y en la memoria de los que eran los únicos modernos en medio de un mundo uniforme, gris, estrecho, moralizante. Tiempos de Bustaid y grifa.

El cabello largo, la vestimenta despreocupada, alegre y la fraternidad dieron paso a la ciudad como un nuevo Moloch. La hierba a las excursiones psiquedélicas y a la dexedrina. Frank Zappa y King Crimson a la Velvet Underground. San Francisco podría haberse inventado en Castelló. El fantasma de Jim Morrison aun está cantando... y el de algunos, con él.

En bares como L'Ovella, la banda sonora tiene una función diegética y cromática. Como adicto a la música que soy, sé que una canción te puede cambiar. A mí me ocurrió con Waiting for the great leap forward, de Billy Bragg. Llama a la acción, a no quedarte en el medio. Bragg es un cantautor de consignas, de lemas. Sin esa música y esa gente no hay momento. Y sin una sucesión de momentos, no hay una emoción ni una época, ni un bar con alma. Bragg me convenció de hacerme antiabstencionista. Miro a mi alrededor. Todo lo que pasa en los bares comunes sólo puede ser verdad, aunque sea inventado.

El camarero, el ruido de las copas, la cerveza que suda, incluso los ceniceros sucios, todo rezuma literatura. Y me despierta curiosidad observar la satisfacción de tanta gente dentro de un pequeño bar, curiosidad que me hace relacionar la vida bella con lo pequeño. En esos bares con alma, donde la soledad se verifica en medio de los demás, puedes pasar tardes lentas de tedio jugando al guiñote o enfrente de una cerveza con posos de espuma donde se ahogan las colillas. Un bar con alma también es una forma muy digna de envejecer.

Me despido y les doy las gracias por haberme acogido como turista este verano. Cierro el libro y me voy. Stop! Quieto parado! Suena James Brown. Jamás hubiera entendido ese punto y coma en el texto de Josep Pla si no hubiese escuchado en ese momento el parón orquestal de It's a man's man world.

De regreso a casa, en la confluencia de las calles Conde Pestagua y San Luis, hay un edificio que bien podría estar en Tel Aviv y que podría figurar en alguna guía turística: simplicidad, líneas puras, paredes claras, escasa decoración y balcones curvos. En su parte baja, hay un bar que me fascina porque siempre lo he visto como una materialización del Nighthawks de Hooper, uno de sus cuadros estrella.

Este verano me he sorprendido monologando ante él más de una vez mientras lo reformaban: «Él era rudo y romántico como la ciudad que amaba. Detrás de sus lentes de armazón negro vivía el poder sexual de un felino. Esto me encanta. Castelló era su ciudad. Y siempre lo sería». Suena Gershwin? Desengáñate, chaval! Esto es Castelló y, detrás de cada esquina, siempre puede amenazar la estridencia de una dulzaina que te amargue ese bonito momento del día.

Posdata

David Mamet en Al sur del Edén, dice que «Septiembre, es entonces cuando el año da comienzo. Eso es lo que decimos los judíos, y eso es lo que decimos los dramaturgos, lo que dicen los escolares». El Castelló que me gusta comienza con la vuelta a la vida urbana, al tráfico de gente, a los atardeceres de rojo crepuscular. Julio y agosto, en ciudades donde padecemos un sol ardiente, sirocos y ponientes, son auténticos cataclismos para la vida productiva.

Por eso, lo mejor es no hacer nada. Y lo más cercano a no hacer nada que conozco es divagar y embobarme con lo que me rodea. Sospecho que estos dos meses no acabarán del todo hasta que no remate estas líneas, con la única y discreta ambición de aislar su recuerdo. Mi viaje se agota de la mejor manera posible, sin la necesidad de buscar un final, porque como dicen los clásicos, lo que importa es lo que se ha vivido y aprendido por el camino.

Un camino que no se hace caminando, porque se hace mirando, y escribir es un intento de rehacer, alargar y comunicar el placer de haber visto.

Gracias por todo.

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