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Opinión

Amor y pedagogía

El peor momento para tomar decisiones importantes respecto a la vida, y esto lo escribo como advertencia a los jóvenes de hoy en día, es recién retornado de Erasmus. Uno lleva tanto tiempo fuera de casa que todo se antoja, a la vuelta, mejor de lo que es en realidad. Se pasan unos meses peligrosos en los que se desarrolla un síndrome que no sé si tiene nombre, pero debería. No dejas de contar lo bien que se vive en Suecia, pongamos por caso, y en el fondo y a la vez asumes que lo tuyo, aquello que despreciabas de tu pequeña ciudad, no está tan mal como pensabas. En esos días no escaqueas un evento familiar, tus amigos te hacen gracia y todo te parece bien, demasiado bien. Decides quedarte a vivir y a trabajar en Castelló, por supuesto; decides casarte en Lledó, pues vale; decides envejecer escribiendo del Club Deportivo, cómo no y pase lo que pase; y aceptas escribir las crónicas de los conciertos de Magdalena, venga ahí y sin mucho pensarlo, convencido de que tampoco será para tanto.

Ha transcurrido casi una década de aquello, y nunca habría imaginado nada parecido.

Vaya por delante que en nada me siento más apátrida, más desarraigado y más fuera de lugar, que en el tema de fiestas y eventos populares. Vivo con miedo a que mi hija quiera ser gaiatera o reina de las fiestas, y el año pasado ya salió en el Pregón, aumentando mi ansiedad y mi pánico. No soy lo que se dice de soca ni lo pretendo, pero he visto lo suficiente para tener una opinión al respecto. Magdalena tras Magdalena, apoyado en una de las columnas del recinto ferial, tomando apuntes en el teléfono y contando los minutos para salir de allí corriendo hacia la borrachera de rápido olvido, he visto cosas que no creeríais. Han sido años de engañar a amigos para que me acompañaran, de súplicas desesperadas, de dejar de creer en el ser humano. De recurrir al humor en las crónicas para no tirarme por la ventana, o de enmascarar la firma en el seudónimo para no pudrirme de vergüenza. Años de conciertos para gente que normalmente no va a conciertos. De recintos sin una sola papelera, muestra de la opinión que merecía la plebe para los que mandan. Años de sonidos enlatados, de grupos de relleno que nadie recuerda, de sobredosis de radiofórmula, de cuotas sin criterio artístico y de momias pasadas de moda. De una sensación recurrente, de convertir la programación oficial y subvencionada en poco más que una excusa para el botellón y el mangoneo; de que lo menos importante en un concierto de música, en definitiva y salvo sorpresa, fuera la música.

Y para eso ya hay una orquesta o una discomóvil en cada plaza.

Han sido años de alguna excepción, también. La verdad sociológica de Los Chichos, recuerdo, al menos, el chorro incontestable de El Botifarra, para cuatro gatos, asimismo, en una noche lluviosa de lunes. Anécdotas que se llevaba la corriente en su poderosa inercia uniformadora. El concepto Concierto de Magdalena era un estigma grabado a fuego en el imaginario provincial. Sinónimo de cutre y repetitivo, pese a la ligera mejoría de los últimos años cuando, en la paradoja, hubo que reducir presupuestos y abrir el angular de estilos.

Porque el problema no era el dinero y ahora se tiene la prueba. Ojeo la lista de conciertos oficiales para esta Magdalena y siento algo similar a la emoción, sin exagerar, matizo. Más allá de nombres, hay un cambio de registro esperanzador. Por fin la Junta toma a sus clientes por personas ocasionalmente lúcidas, pero siempre diversas aún en la minoría. Por fin se aprecia una voluntad, no sé si ingenua pero tangible, de aprovechar la atención que generan las fiestas para educar en una manera distinta de aproximarse a la música, donde haya lugar para la exploración inquieta y no tanto para el prejuicio ignorante, un trozo de tierra donde sembrar una semilla de curiosidad cultural que germine durante el resto del año. En ese sentido, cambiar a Bertín Osborne por Rats on Rafts, por ejemplo y al amparo del ejemplar Ciclo Sons, habla de un giro real e interesante. Habrá críticas, por supuesto, pese a la amplitud de estilos, concesiones y departamentos estancos, pero esa mezcla de tradición, apertura, popularidad y riesgo es una receta sugerente, máxime conociendo el paisaje y sabiendo de dónde venimos, de lustros de educar en la nadería, en el sota, caballo y rey más descorazonador y rancio.

Ojalá, por una vez y porque este tipo de apuestas no son de rédito inmediato, alguien piense en el medio y largo plazo. Para que cuaje hará falta amor, tiempo, comprensión y sobre todo mucha pedagogía.

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