Vicent García Edo, historiador y firmante del informe municipal que ahora es objeto de debate, afirma que la primera vez que aparece en la documentación el topónimo «Castelló» es el día 31 de agosto del año 1290. Así aparece transcrito en un texto de «concòrdia» que se redactó con motivo del litigio que mantuvieron las autoridades de la villa con las de su vecina Almassora referente al uso de las aguas del río Mijares. Ya en las primera palabras del pergamino,escrito en valenciano antiguo, se recoge la frase con el término en cuestión de forma reiterada: «Manifesta cosa sie, com en Pere Castell, justícia de Castelló, en Ponç de Bruscha, en Domingo Albert, en Ramon Serra, jurats, en Ramon Miquell, e en Guillem Berenguer, vehins de Castelló, per ells e per tota la universitat de Castelló...». Desde entonces hasta el momento presente la continuidad del nombre de la ciudad ha conocido episodios en los que se fue imponiendo sobre otros topónimos, más o menos documentados, que tuvo el término y sobre su traducción en latín «Castilionis» o «Castilione Ripa de Mare», con referencia o sin ella a su primera pertenencia al dominio de Borriana.

Mito, leyenda y Nueva Planta

Anterior al tiempo de la conquista jaumina, se extiende como una nebulosa por este territorio indefinido que se extiende desde Muri Veteres (Sagunto) a Tarraco. Entonces se descuelga el nombre de Sepelaco, que corre parejo a los de Kartalia, Castalia y Castalio, a las que se habría referido el geógrafo clásico Estrabon para nombrar la vieja fuente sita en las inmediaciones del Molí de la Font y que, a pesar de no contar con ninguna ninfa como las del Parnaso, tanta fortuna causó entre los cronistas del periodo romántico. Tal fue el éxito de esta denominación helenizante, que no han sido pocos los lugares comunes que han inundado la capital desde el siglo XIX. Un tiempo que, en palabras del historiador Sánchez Adell, « la mítica Castalia lo mismo servía para nombrar un estadio deportivo como un producto de droguería».

El etnólogo Àlvar Monferrer, por su parte, recoge una leyenda que se cita en la crónica de Llorens de Clavell. Según esta referencia documental, Castalia mutó hacia el nombre de Castelló para denominar a un no menos mítico «castillo de Nadal». Tal como se nos indica en aquella crónica, el aludido Nadal fue un señor que poseía un pequeño castillo guardado por un perro fiero. No obstante, una noche sus enemigos neutralizaron al mastín y ya nunca más se supo ni del caballero ni de la minúscula fortificación de la Plana.

Por lo que respecta al nombre en castellano, el propio García Edo atestigua en un escrito: «El nombre "Castellón", en la documentación del archivo municipal y en los archivos valencianos, empieza a aparecer a comienzos del XVIII, cuando como consecuencia de la abolición del derecho valenciano y de sus instituciones, tras la promulgación por el rey Felipe V del Decreto de Nueva Planta de 1707, toda la documentación de carácter oficial debía obligatoriamente escribirse en castellano».

Ahora, cuando se plantea la vuelta al topónimo original, alguien podría pensar que Castelló fue, es y será el nombre verdadero, y el resto han sido -o lo seguirán siendo- como las decenas de heterónimos que tenía Pessoa.

Apuntes con Ferran Sanchis

El diminutivo que parecía un aumentativo

Se ha escrito mucho sobre la confusa traducción al castellano del nombre de la ciudad de Castelló. En valenciano un pequeño castillo es un «castelló», equivalente a «carreró», «bofifarró», guitarró», que, a su vez, son diminutivos de «carrer», «botifarra» y «guitarra». En consecuencia una fortificación relativamente insignificante como la del Castell Vell produjo el topónimo local. Lo mismo tuvo que ocurrir en lugares similares de Castilla donde lo irrisorio de estas defensas militares dio como resultado «Castejón» o «Castillejo». Sin embargo, la traslación de un idioma a otro en nuestro caso obró el milagro y el diminutivo vernáculo mutó en aumentativo panhispánico, regalándonos así un «Castellón» de grandes dimensiones. Pero este fenómeno, tal como nos explica el sociolingüista Vicent Pitarch, no se corresponde con una traducción pura y dura, sino a una adaptación a la lógica del español. De este modo, ningún turista que nos visite en el día grande de la fiestas fundacionales deberá pensar que va a encontrar un castillo del Loira coronando el cerro.

Las reglas tienen sus excepciones y, lo mismo que el idioma de Cervantes induce al error con un sufijo tan generoso, también la lengua de Martorell ha generado aumentativos acabados en «ó». Incluso contamos con hablantes renuentes a aclimatar en su vocabulario diario palabras como «camión» o «pantalón» y adaptarlas como «camió» o «pantaló». Un caso similar pasa con esos catalanes que se refieren a «Castellón» -el de la Plana-, como si se tratara de uno de esos neologismos, pero pronuncian «Castelló», sin dificultad, cuando se refieren al de Empúries. Pero de todos estos fenómenos dialectales el más curioso es el de aquel vecino de la Torreblanca que, sabedor de que se comía las erres finales (quina caló!), se autocorregía diciendo: «Me´n baixe a Castellor a comprar un sofar a la plaça Claver». ¿Podría ser «Castellór» la fórmula del consenso?