Esta no es una historia de amor meloso con falso remate de parejita haciendo el ganso en la proa de un transatlántico, no es un evanescente cuento de hadas acunado con bailes acaramelados. La historia de Juan y Ángeles, padre y madre de la diputada de Compromís Mònica Oltra Jarque, es uno de esos crudos relatos de amor imposible que de vez en cuando escribe la vida para inspirar al cine y la literatura. Una historia de sonrisas y lágrimas, de remordimientos, de principios, de gracias, de adiós, de verdad... Una historia de las que habitan en la calle del olvido hasta que un día emergen con cara y ojos.

El insulto del vicepresidente Cotino a Oltra en las Corts —después le pidió perdón— aireó el desgarro interior vivido por los padres de Mònica. En su exilio civil en Alemania pasaron años sin poder dar a sus hijos (once años en el caso de la niña) el apellido paterno porque el progenitor no podía separarse legalmente de la esposa que dejó en España para empezar una nueva vida con Angelita.

En su calendario vital, cada uno tiene sus días señalados. Para Juan Oltra Navas, el 16 de junio de 1981 es uno. Julio Fernández, cónsul adjunto de España en Düsseldorf y amigo en la colonia de españoles, cumplió su palabra y avisó a Juan. La Constitución y la Ley Fernández Ordóñez permitían legar por fin el apellido. A las diez y media empezó a redactarse el «Testamento abierto» en el que el funcionario certificó que Juan «reconoce como hijos suyos a unos niños llamados Mònica y Juan Jarque Tortajada, nacidos en Neuss...». «Los niños gozarán de todos los beneficios que el Código Civil establece con el uso del apellido testador, por lo que se nombrarán Mònica Oltra Jarque...», advertía el documento oficial.

«Ese día fuimos muy felices, pero, con los años, me desmoralicé al ver la partida de nacimiento y la inscripción al margen, pero yo no aparecía donde ponía Padre», explica Juan mientras transporta la mirada a los años en los que nació la lámpara de pie que flanquea el sofá del sobrio comedor de su piso de Paterna. Dos segundos de silencio congelan la escena de tertulia familiar regada con álbumes de fotos. Instantáneas con luz valenciana y otras alemanas tamizadas por un velo apagado. «Fui engañado, no por los amigos que trabajaban en el consulado a los que siempre estaré agradecido, sino por las leyes», lamenta, mientras su hija aclara: «Papá, se hizo lo que se podía y fue una alegría». La madre avala la moción. Con 11 años, la niña tomó el apellido Oltra porque su padre hizo la declaración. Como si adoptara a sus propios hijos...

«¡Juan es una nena!»

Con todo, aquel día de junio, frío para el mes pero no para el país, Juan Oltra suturó una herida que arrastró desde que nació su hija y que simbolizaba el amor paterno proscrito por las circunstancias históricas. «Que mis hijos llevaran el apellido mío era cuestión de vida o muerte. Poderme casar o no con mi mujer me daba igual, pero lo del apellido...Eran mis hijos», explica. Mònica y Juanín tuvieron que esperar los cambios legales coronados en 1981 para que se les reconociera, al no estar concebidos en matrimonio. Porque Juan Oltra padre seguía casado con la mujer que dejó en 1968, pero cuya relación no pudo romper ni por lo civil —las leyes franquistas no permitían el divorcio— ni por lo religioso. «En el 72 o 73 aprovechamos unas vacaciones en Valencia para ir al Arzobispado a intentar que anularan el matrimonio de Juan pero no lo conseguimos», cuenta Angelita.

Mònica acampó en la Tierra un nevado 20 de diciembre de 1969 a la altura de Neuss. «¡Juan es una nena!», grito la madre al padre cuando éste llegó al hospital sin saber el sexo de la criatura. Eran tiempos en que los padres no hacían su pieza casera de National Geographic en el paritorio ni había más base para augurar el sexo del feto que los grados de la curva del vientre peritados por las abuelas. Así, el bebé Juan proyectado fue rebautizado como Mònica. En la iglesia de San Quirinus, en una ceremonia oficiada por el padre Pedro, el cura amigo de los comunistas Juan y Angelita, colaboradores de Cáritas en la zona.

Como la necesidad agudiza el ingenio, a Juan se le espabilaron las neuronas para inscribir a la niña con sus apellidos en el ayuntamiento. «Pensé en explicar a los alemanes que el nombre de la niña era Mònica Oltra, como si dijéramos Mari Ángeles, y los apellidos Jarque Tortajada...». La ocurrencia no coló. En el Consulado de España en Düsseldorf ni lo intentó. Así que aquella niña adoptó de serie sólo los apellidos maternos: Jarque Tortajada. En la partida de nacimiento se hizo constar que el padre era «José», un genérico que obedece —explica Mònica que le contó el vicecónsul y amigo Alonso— a las iniciales P. P., por «padre putativo», y a la referencia genérica a San José cuando no hay padre reconocido.

Empezó ahí la lucha de la pareja por transmitir la genética nominal. Aunque a Mònica nunca le preocupó el tema. «Siempre tuve conciencia de ser Oltra y en la escuela me llamaban Mònica Oltra. Teníamos la ventaja de que allí nunca se aclaraban con los apellidos, porque ellos sólo manejan uno, por eso siempre me matriculaba como Oltra», comenta. La pareja intentó en balde hasta lograr la nacionalidad alemana. Fue un esfuerzo tan inútil como intentar anular el matrimonio canónigo.

Ante la imposibilidad de legalizar la pareja, el 30 de noviembre de 1968 sellaron con anillos incluidos su compromiso personal y alquilaron una habitación para compartir techo desde entonces. En diciembre del 84, regresaron a Valencia, a Paterna, por razones laborales y familiares.

Diez años después, cuando Juanín cumplió los 18, los dos hermanos y la madre convencieron a Juan para que se casara con la que era la mujer de su vida. «La verdad es que ya me daba igual», confiesa el padre, al que el desgarro de no poder dar nombre a sus hijos le había asqueado. Pero una dolencia cardíaca obligó a retrasar el enlace, que se celebró, en el Ayuntamiento de Paterna, el 11 de abril de 1998, sábado de gloria. Cuarenta años después de aquella fuga hubo boda con dos hijos, de 29 y 22 años, como testigos. Con novia de blanco, bendición con lluvia de arroz a la salida, banquete y tarta de varios pisos. Y lágrimas de emoción. No de la madre de la novia, sino del propio novio. El mundo al revés. Otra de heterodoxia: se retrasó tanto la boda por problemas burocráticos que los novios se fueron de la luna de miel, a Mallorca, antes de casarse. Y acompañados por el tío Pepe y la tía Ana.

Sobre estas vidas azarosas llovieron muchas trabas. Pero en esta historia hubo justicia poética. Ganó el coraje de dos personas que lucharon por una historia de amor y libertad que rompió moldes.