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Obesidad

Una vida encadenada a un cuerpo

Rafael dice que supera los 260 kilos y solo ha podido pesarse en un almacén o en la cocina de un hospital; pide que le operen

Una vida encadenada a un cuerpo

­Su voz grave y oscura, al otro lado del teléfono, suena como si surgiera de una profunda gruta. Esa gruta es su cuerpo. Rafael Garcés, de Llíria, con 1,86 metros de estatura, dice que supera los 260 kilos. No lo puede demostrar porque la báscula del centro de salud sólo pesa un máximo de 150 kilos. Pero puntualiza los antecedentes: «Hace dos años fui a enviar un paquete a ASM y el chico me dejó pesarme en la báscula del almacén: pesé 254 kilos. El año pasado me cayó una puerta en el ojo y fui al hospital La Fe. Allí me tuvieron que pesar en la báscula de la cocina: pesé 260 kilos. Este año estaré cerca de los 300 kilos», dice.

Rafael, de solo 24 años, quiere dar a conocer su vida, sus problemas, cómo le condiciona la «obesidad mórbida» que acredita el documento sanitario que presenta al periodista. Ojalá así, dice, le operen pronto. Eso es lo que quiere: una operación de reducción de estómago. «Me dijeron que me tenía que operar. Pero que la lista de espera era de dos años. Casi con los 300 kilos que llevaré no puedo esperar tanto tiempo», afirma.

El sobrepeso marca su día a día. «Si estoy acostado tengo que estar de lado: no puedo dormir como las personas normales porque la espalda se me queda dormida, congelada, por el peso que soporta. Luego me afecta para levantarme. Me he de vestir sentado. Si ando, cada dos minutos me tengo que parar porque no puedo continuar: y no por las piernas, sino porque llevo tanto peso en la espalda que no puedo seguir y he de sentarme. No puedo ir en coche tres horas seguidas porque se me hinchan los pies. No trabajo porque no puedo y no recibo ayudas. No puedo ir al cine. O si voy, me tengo que sentar mitad fuera, mitad dentro del asiento. O sentarme en el suelo en la parte de abajo», cuenta.

Desde bien joven se aisló por el sobrepeso. Sufrió acoso escolar a los nueve años. «Los niños jugaban en el parque y yo no salía por temor a que se pudiesen reír de mí; me sentía inferior a ellos por ser gordito», cuenta. Con trece años ya pesaba cien kilos. En la adolescencia, por trabajo de su padre, marcharon a vivir a Alcublas. Todo cambió. «Me encerré en la biblioteca y la comida. Me encerré en un mundo que era el de internet y los ordenadores. No pensaba en nada más. Mientras los demás chiquillos se iban a jugar a fútbol, yo no iba porque me cansaba. Me quedaba jugando al ordenador. Tampoco iba a andar con algunas chavalas, por vergüenza por si me quedaba atrás. No salía ni me relacionaba con nadie, solo por internet. A partir de los 17 me decían de ir a una discoteca con los amigos y yo no iba porque era muy grandote y no sabía si cabría en el coche o pasaría algo. Daba la excusa de que me encontraba mal o que no me apetecía. Así que yo no he ido nunca a una discoteca». Luego cayó en una depresión.

Una comida «normal»

Rafael, al que conocen como Hugo desde la infancia, vive en El Ferrol con su pareja desde hace dos años. Sueña con una operación que le cambie la vida. Que le permita ser como cualquier chico de 24 años: «Ir a pasear con mi mujer y poder entrar a una tienda y comprarme una camiseta que me guste o un pantalón, por ejemplo. Yo, si voy a pasear, no puedo comprarme nada».

Ha probado muchas veces a hacer régimen y seguir dietas. Empieza estricto pero acaba con el efecto rebote: pierde cinco y gana el doble. No desayuna. Almuerza un café y unas tostadas. Pero a la hora de la comida, dice, igual come 50 patatas fritas y tres huevos con dos rodajas de carne, media barra de pan, medio litro de Coca-Cola y tres o cuatro yogures. «Para mí igual es poco, porque tengo el estómago muy grande», justifica. Cree que todo empezó porque no le controlaron de pequeño. «Me dejaban comer lo que quisiera. Cada mañana para almorzar me compraban zumos, napolitanas, chocolatinas». Hoy pide que le operen. Y que la gente se conciencie de lo que sufren las personas con sobrepeso. «Saben nuestro peso, pero no el sufrimiento que hay detrás».

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