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Familiares del Yak42

4.983 días de lucha por honor

Francisco Cardona y Amparo Gil, padres de un sargento valenciano fallecido en la tragedia del Yak-42, relatan la parte más íntima de un calvario del que son símbolos de resistencia

4.983 días de lucha por honor

En esta casa ha muerto un hijo, y eso encoge el corazón. Pero el rastro del hijo no se ha ido. Y esa ausencia presente tal vez sea lo que más emociona.

Se llamaba Paco; tenía 28 años. Hay unas pocas cenizas de sus restos en una urna azul. Están sus retratos por encima de la mesa y en el colgante que rodea el cuello de su madre. En una pared del comedor lucen enmarcados el título de hijo predilecto de Valencia, de hijo adoptivo de Zaragoza, de hermano mayor de la cofradía del Santo Sepulcro, de persona que da nombre al campo de fútbol local: Estadio Municipal Francisco José Cardona Gil. Todo a título póstumo. En otra pared están enmarcados sus cordones de suboficial como sargento especialista del Ejército del Aire, junto a la medalla al mérito aeronáutico en color amarillo, que le impuso el rey a «su» féretro, y la medalla estadounidense al mérito por su participación en operación de mantenimiento de la paz.

Todo en esta estancia huele a Paco. Hasta las lágrimas que sus padres van dejando caer, sin preocuparse de recogerlas de tantas como han derramado desde el 26 de mayo de 2003.

Ese día se estrelló en Turquía, en el monte Pilav, el Yak-42 en el que viajaba Paco. «Nunca digas accidente», corrige con seriedad su padre, que lleva casi catorce años peleando por la verdad y la justicia. Hoy no va al detalle, al titular. Hoy, anuncia, será su última entrevista en un tiempo «por agotamiento psíquico y físico» después de ruedas de prensa y múltiples comparecencias en radios y televisiones tras el último giro del caso Yak-42: el dictamen crítico del Consejo de Estado, la reacción de la ministra de Defensa, María Dolores de Cospedal. Hoy las preguntas buscan el lado más humano de quien ha sido, junto con su mujer, un estandarte inquebrantable de la lucha, de la resistencia. Un símbolo.

¿Cómo han podido aguantar tantos años en pie de lucha? «Ni nosotros lo sabemos. Yo también me lo pregunto muchas veces, cuando estoy cansada, agotada. Pero no tiene explicación», responde Amparo. Su gasolina es la esperanza: creer que llegará el día en que todo esto «acabe bien». ¿Cómo será el calvario posterior a la muerte, cuánto el sufrimiento de estos catorce años, para que algo tan trágico como el fallecimiento de un hijo pueda acabar bien?

A Francisco lo mueve otro combustible: la dignidad. «Me compensa luchar para salvar el honor de mi hijo. Eso me hace tener la satisfacción del

deber cumplido». De lo contrario, dice, no se hubiera atrevido a enfrentarse a la maquinaria del Gobierno. Lo dice así: maquinaria. «Una poderosa máquina que solo se alimenta de impulsos políticos. Si los impulsos fueran humanos, muchas de las situaciones que estamos viviendo esta semana no las tendríamos que vivir», añade.

Para algunos ha pasado muchísimo tiempo. Para ellos han sido 4.983 días: uno tras otro. «Me levanto con él y me acuesto con él. Todos los días me acuerdo. Todos», dice su madre. Y rompe a llorar. El padre, que ha tenido que aguantar alguna vez comentarios involuntariamente hirientes («tú lo que tienes que hacer es olvidar a tu hijo»), se emociona al confesar que todavía habla con él. «He perdido una época de mi vida en la que no me han dejado disfrutar de la presencia y la compañía de mi hijo», lamenta.

No solo es la carencia. También las secuelas, que pocos conocen. Francisco habla de los graves problemas de salud sobrevenidos que han sufrido tanto él como su esposa y que, posiblemente, no se hubieran producido sin la muerte de su hijo. Pide no abundar en los detalles.

Un golpe grande

El tiempo ha ido pasando. Atrás quedan recuerdos imborrables. Como aquel domingo de marzo de 2004. Era mediodía y la familia estaba en casa, reunida para comer. Se presentaron dos personas en casa. Les anunciaron que su hijo no era aquel que reposaba en un nicho de Alboraia. Que el cadáver había sido mal identificado. «El golpe fue menor porque ya teníamos esa duda desde hacía un tiempo. El golpe grande fue cuando, por la tarde, llamamos a la familia de Zaragoza que había recibido el cuerpo de nuestro hijo y nos dijeron que lo habían incinerado. Que una parte de las cenizas las habían esparcido y que otra pequeña parte las tenían en una urna», rememora Amparo.

«Han passat anys, molts anys; han passat moltes coses», escribió Vicent Andrés Estellés. A eso suena la reflexión de Francisco Cardona, sentado en el sofá de su casa y con el gesto serio.

„Todavía me quedan muchas cosas por cumplir. Por ejemplo, ver a cada uno en el puesto que le toca. Muchos de los que fueron cabezas visibles de todo aquello han sido recompensados con ascensos, con indultos y están en activo cuando no deberían estarlo. Es una tarea ardua, quizá imposible en estos momentos. Pero aquello que yo me propuse al principio, que era defender el honor de los 62 militares fallecidos en el Yak-42, en estos momentos creo que lo hemos conseguido. Ahora estoy con otra meta: averiguar qué ocurrió. Ya averiguamos las no identificaciones y que no quieren entregar los contratos. En parte, gracias a algunos políticos que se han involucrado y nos han ayudado.

La pregunta, antes de la dimisión del jueves, es inevitable: Federico Trillo. ¿Sienten odio por el exministro de Defensa? «Jo sí, a mort. No el puc vore», le sale del pecho a Amparo. «A mí me producen náuseas algunos de sus comentarios. Cuando dice 'aquiétense criaturas' parece que sea el domador de un circo y nosotros seamos los elefantes. ¡No, hombre, no! Él a mí no me va a aquietar», se indigna su marido.

El anuncio que hiere

Ha pasado un tiempo difícil para el recuerdo como es la Navidad. A veces, hay detalles cotidianos en los que uno jamás repararía. Algo tan simple como un spot publicitario. «Nos hace mucho daño el anuncio de una marca de turrones en Navidad. Eso no se puede resistir. Porque [nuestro hijo] no vuelve. Ni vuelve ni volverá. Yo al principio pensaba: 'Señor, ¿no estará desorientado por las montañas de Turquía y algún día aparecerá por la puerta?'. Muchas veces lo pensé. Pero ahora sé seguro que no será así. No vuelve. Ni vuelve ni volverá».

Cada domingo por la mañana, sin faltar ni uno, van al cementerio de Alboraia. Le ponen flores. Hablan con él. «Ha habido temporadas que estábamos más parados porque no había novedades. Y cuando iba al cementerio a verle, yo quería decirle: 'No es que estemos inactivos, es que no podemos hacer nada'. Y yo sé que él me decía: 'Vale, no pasa nada: estáis haciendo lo que podéis'», suspira Francisco con la voz entrecortada.

Hoy, domingo, en el cementerio de Alboraia, la conversación será especial. Habrá dos padres y un hijo. Dos padres heridos y un hijo muerto, pero con el rastro muy vivo. La lucha continúa.

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