Cuando las 4.000 personas que acudieron al estadio el Clariano de Ontinyent lo abandonaron a la una de la noche del miércoles, tras asistir al concierto de David Bisbal, sus semblantes eran de satisfacción. La misma que sienten algunas gentes tras acudir a una de esas hamburgueserías internacionales de comida rápida. A base de un ingrediente musical nada creativo pero que sacia, los paladares poco exigentes y menos selectivos quedan satisfechos. Ese, en resumen, fue el menú musical que sirvió el artista a su rendida clientela. Pero como ya se sabe la gastronomía o la buena cocina es un arte al servicio de la creación. Y no es lo mismo recrearse con el Concierto de Aranjuez del maestro Rodrigo que escuchar la Macarena de Los del Río. Y es que como debieran saber los políticos de turno, prestos a hacer programaciones musicales «para todos los públicos» hasta la obra universal de la literatura, El Quijote, precisa de dos premisas básicas para apreciar su valor y gozar de su lectura: saber leer y tener dominio del vocabulario para entender lo que se lee.

El sonido profesional de Bisbal, sin un respiro al factor humano, estaba condicionado por ese software que impregna de electropop toda la base de su concierto. Y el disco Hijos del mar (título ambiguo, como el resto de canciones huecas que lo conforman) es una música homogeneizada y, por tanto, clasista: registrada con vistas al mercado global. Nada que ver con los guiños de su comienzo, cuando se escoraba, a veces, hacia un flamenco pop que bebía de nombres como las Grecas. Por eso, como anticipó en las insustanciales respuestas de la entrevista que publicó Levante EMV la víspera de su concierto ontinyentí, «hay más show, la música es lo importante, claro, pero no deja de serlo la luz, el sonido las visualizaciones». Pues él lo dice, que no nosotros: mucha borumballa pero de forment ni un gra. Tampoco resulta creíble su pose infantil en pro de Unicef, suena a marketing. Como lo fue el video promocional que protagoniza, previo a su irrupción al escenario, sobre la costa de su tierra. Y es que como exponía Víctor Lenore: «A Bisbal nunca le darán el Príncipe de Asturias, pero a Bob Dylan sí».

Contenidos superficiales

Antes del concierto hubo un preentretenimiento ante poco mas de 300 espectadores a cargo de tres grupos inscritos en Sona la Dipu que pusieron de relieve que tocar bien hoy una guitarra ya no basta para lanzarse a la escena rock. El punk ya hace 40 años que nació, cuando esgrimían que para hacer música no hacía falta saber tocar un instrumento (Sex Pistols, Kaka de Luxe, etc.). Irrumpió después de ello con puntualidad inglesa el cantante de Almería. No defraudó a sus seguidores y ofreció el menú ansiado por su entregada clientela. Por eso que la voz de Bisbal, a veces, sonara aflautada debía ser un mérito jaleado por su audiencia. La música, previsible, era sazonada por esa sucesión de letras incoloras, insaboras y sin historia. Aunque algunas pretendían ser de amor. Nada que ver con esas historias eternas de amor contenidas hasta en el más humilde bolero. Todo lo cual no quitaba para que, religiosamente, gran parte de la audiencia estuviera más pendiente de grabar lo que sucedía en el escenario que no de sentir las canciones. Seguramente porque les resbalan. No, Bisbal como cantante no aguanta una comparativa con dos voces vecinas a Ontinyent. Ni a la del aieloner Nino Bravo ni a la del alcoyano Camilo Sesto. Debería seguir haciendo verbenas con la Orquesta Expresiones. Pero la televisión, a veces, construye y obra esta suerte de ídolos con los pies de barro. Lo peor es que los gobernantes de turno siguen filosofando que si cien mil moscas acuden a donde ya se sabe, no pueden equivocarse. Y mientras imperan, como dirían los ingleses, las televisiones o los conciertos trash, quedamos a la espera de la nueva sorpresa musical de 2018.