Las visitas al Mercado Central es uno de los mejores recuerdos que conservo de mi infancia. Acompañaba a mi madre, clienta de todos los días en aquel festival multicolor y poliaromático. El frigorífico aún no se había instalado en mi casa y era necesario comprar a diario para que no se estropearan los alimentos.

Tengo aquella imagen bien grabada en la memoria. Y sólo el hecho de recordarla me transporta a un tiempo en el que apenas contaba el tiempo. En el recinto modernista se respiraba una vitalidad extraordinaria y, sin embargo, la ausencia de prisas era evidente. La llegada del precio fijo no se tenía prevista y se regateaba no sólo con fines económicos, sino también con el deseo de complacencia en las relaciones humanas.

Ahora, vamos a comprar al supermercado con muy distinto talante, alentados por la urgencia. Vivimos una época en que andamos acelerados. No sabíamos hasta qué punto estábamos alimentando la nueva plaga cuando, en las excursiones del colegio, le cantábamos al chófer del autocar aquello de que "para ser conductor de primera, acelera, acelera".

Este año la Dirección General de Tráfico, consciente del exceso de aceleración que nos domina, ha querido contribuir a nuestra paz espiritual -es un decir- colocando la velocidad máxima en los 110 kilómetros por hora. Total, sólo se nos han hurtado unos de 160 metros por segundo. Juan José Millás lo comentaba en estas páginas y decía que estaba muy satisfecho con la norma, porque le proporcionaba beneficios inapreciables. Tanto es así que, aunque concluya su periodo de vigencia, él continuará respetándola. El columnista hacía referencia a que vamos acelerados; es más, que nos aceleran, y así no hay modo de contemplar el paisaje. Contemplar el paisaje es tanto como decir "gozar de lo bueno que tiene la vida". Si la aceleración es el progreso, que venga Dios y lo vea.

Hay personas, por otra parte, que no entienden las carreras dedicadas a Humanidades. ¿Sirven para tener un puesto de trabajo? Quizá, pero suelen resultar útiles para ser felices. A no ser que la felicidad estribe en un puesto laboral, aunque no nos guste y mucho menos nos realice.

Hay que ser prácticos, señores. Hay que defender el maridaje de Empresa y Universidad, de Educación y Empleo. Vayamos hacia la especialización, que los individuos sepan hacer muy bien una cosa muy concreta, sin tener ni idea de cuanto existe a su alrededor, que para eso están los grandes canales de televisión -grandes por la audiencia, claro-, que ya se encargan de decirnos qué es lo que debemos conocer. Porque nosotros, cada vez más acelerados, no tenemos tiempo para desarrollar nuestro propio criterio.