Cary Grant dio a Martín el secreto de la felicidad en Bésalas por mí: «basta con dejar que la mente descanse». J. D. Salinger resumió lo que fue la gran historia sentimental de su vida: «Qué terrible es gritar te amo y que la otra persona en el otro extremo grite ¿qué?». Era un buen epitafio para el mal presagio de Gary Grimes en Verano del 42: «Nunca, desde el primer día en que la vi, me ha sucedido nada tan sobrecogedor ni tan desconcertante, porque nunca he conocido a ninguna otra persona que me haya hecho sentir más seguro y más inseguro, más importante y más insignificante».

Bette Davis lo animó a conservar sus últimos restos de dignidad en Eva al desnudo: «Admitiré que he vivido tiempos mejores, pero todavía no se me puede tener por el precio de un cóctel, como un cacahuete salado». Julie Delpy le dio una razón en Antes del atardecer que explicara (poéticamente) su fracaso profesional: «Veo a los que hacen el trabajo de verdad, y lo triste es que los altruistas y los trabajadores capaces de mejorar el mundo generalmente no tienen el ego o la ambición para ser líderes. No les interesan las recompensas superficiales». Al Pacino llegó tarde para un consejo que le hubiera protegido de unas cuantas decepciones: «Nada de favores entre amigos. Un favor puede matarte más rápido que una bala». Cuando llegó el divorcio, ahí estaba Jeff Bridges para animarlo en El gran Lebowski: «Tómatelo con calma». Y se lo tomó con calma, salvo la separación de sus hijos, aquellos a los que hubiera deseado blindar como decía Gregory Peck en Matar a un ruiseñor: «Hijo mío, hay muchas cosas feas en el mundo, me gustaría que no las vieras, pero no es posible». No lo es, como tampoco lo es tener siempre contigo a los que amas. «Alguien tiene que morir para que todas las demás personas verdaderamente apreciemos el significado de la vida», decía Nicole Kidman en Las horas, y cuando su padre murió Martín aprendió a amar como nunca la vida.