No sé si yo me hubiera entendido muy bien con Vicente Blasco Ibáñez de habernos conocido en su tiempo y habernos tratado. Quizá su carácter tan variable hubiera coincidido poco con el mío, pero tal vez llegara yo a admirar más el suyo. Que uno llegue a encontrarse a gusto siendo comedido no significa que no pueda sentir admiración por quien no lo es. Quienes tenemos a veces la carencia del atrevimiento podemos llegar a admirar a los atrevidos. No siempre los atrevidos son agitadores y revolucionarios; hay quienes siéndolo no acaban de atreverse.

Blasco Ibáñez se atrevía a todo y podía pasar de ser un agitador por la mañana y un burgués mesurado llegada la tarde. Parecía además tener la capacidad para afrontar las circunstancias de un modo diverso de un día para otro y, por supuesto, de una noche para otra. Y en modo alguno eso significaba un cambio de registro en las ideas y en las emociones sino más bien un modo de mezclarlas en su territorio íntimo y en el marco social en el que tan bien se desenvolvía, incluso haciendo el golfo.

El personaje plural que fue, tanto en el marco de la creación como en de la política, el periodismo y la vida social, pudo dar a veces la impresión de que traicionaba o se traicionaba, pero no creo que alguien que se estimaba tanto a sí mismo llegara a traicionarse nunca ni le mereciera la pena traicionar a los demás. Se puede llegar a pensar que fue un loco, porque su capacidad de aventura así lo sugiriera „se pasaba de rosca muy frecuentemente„, pero de haberlo sido realmente perdió a veces la cabeza por su incapacidad para imponerse límites. Y límites nunca se puso: ni para su vida profesional (capaz de escribir a destajo ya fuera en los periódicos o en los libros, o emprender incluso gestiones editoriales o de otro signo con tanta dedicación como riesgo) ni para su vida íntima en la que al parecer al amor y al sexo también le ofreció su tiempo.

En la política fue un verdadero agitador, pero sin prestarse a las complacencias, agitado por su propia ideología, en ocasiones cambiante, rebelde con frecuencia, y puesto en duda a veces por quienes lo reclamaran sumiso. La verdad es que creo que Vicente Blasco Ibáñez sólo prestó fidelidad verdadera a sí mismo. Quizá creyera que de ese modo se la prestaba a su pueblo y signos de verdadera valencianía no parece que falten ni en su vida ni en sus novelas. Y tanto es así que el autor de La barraca o Cañas y barro, que ahora mismo es ésta última una de sus obras llevada al cine en Japón, paseó a Valencia por el mundo y se paseó por el mundo con Valencia a cuestas. Lograr hacer universal lo local del modo en que él lo hizo y en el tiempo en que lo llevó a cabo resulta cuanto menos un poco meritorio.

Otra cosa es que no complaciera a todos con su obra, sus iniciativas, que hasta pueblos fundó en Argentina, como se sabe, con los resultados que fuera, y que después de muerto, pasado el tiempo, hayan hecho bandera de él gente con la que Blasco no hubiera tenido nunca coincidencia. O lo hayan rechazado otros: unos porque les reventara un día los rosarios de la aurora y otros porque no acabara nunca de obedecerles. En muchas universidades del mundo, especialmente norteamericanas, se sigue estudiando su obra más que en España.

Una obra despectivamente tratada en algunos sectores literarios, como lo hiciera en su día el brillante y para mi muy querido, don Pío Baroja, envidiosillo con el éxito de Blasco Ibáñez, y más apreciada entre otros profesores y literatos, coincidiendo con la buena opinión que de la obra del gran escritor valenciano tenía el mismísimo don Benito Pérez Galdós. En todo caso, el mejor homenaje que se le puede hacer a Vicente Blasco Ibáñez en estos días en que se cumplen 150 años de su nacimiento es volver a leerlo, leerlo por primera vez y elegir bien entre unas obras y otras, que las hay diversas. Y no para decidir, según la opinión de Baroja o la de Galdós, sino de acuerdo con nuestro propio gusto.

Ahora bien, se le lea o no, un valenciano tan singular como él, merece el homenaje de su propio pueblo, pareceres al margen o ideologías, si es que todavía quedan reticencias por esa parte de sus paisanos. Que no le pase a los ciudadanos lo que le oí decir a un gestor cultural: «Yo detesto las conmemoraciones». Mi respuesta fue: «Lo que yo rechazo de verdad son los olvidos. Y no por los muertos, sino por los vivos».

¿Conocen a un valenciano más singular y atrabiliario que Vicente Blasco Ibáñez?

Sí, los Borja. Pero esos merecen cuenta aparte.