Alfredo Brotons Muñoz

Con la maravillosa integral de las Sinfonías Londres ofrecida por Les Musiciens du Louvre de Marc Minkowski aún en los oídos, la programación del Opus 20 en la Sala Rodrigo ha constituido todo un complemento de lujo. Máxime por haber contado con un cuarteto de tanto prestigio como es el Mosaïques.

Este ciclo debe su apelativo Del sol al radiante astro rey que aparecía en la portada de su edición príncipe: un hecho casual y sin importancia para el profano, pero cargado de una significación y trascendencia simbólicas que un masón militante como Haydn no podía desconocer. El orden en que se han dispuesto las obras que lo componen no se corresponde al cronológico en que los especialistas consideran que fueron redactadas: 3, 1, 5, 2, 6 y 4. En la primera de las dos jornadas previstas se pudo sin embargo advertir que la secuencia dispuesta obedecía a una intención bien definida. Fue como pasar de la noche al día, del claro de luna a la luz solar.

Marcó el clima de partida, íntimo y recogido, el timbre nasal del violín primero en el incipit de un Moderato del Nº 5. El tono quejumbroso se extendió con toda naturalidad al Scherzo y a un Trío de pausas convenientemente amplias. Tras una nana siciliana en la que los excursos del violín primero no tuvieron nada de exhibicionistas sino que se integraron sin fisuras en el suave discurso, la Fuga final se desmenuzó en un análisis que probablemente era imposible que no sonara seco y frío.

El Allegro inicial del Cuarto se contagió de este planteamiento intelectualista, del que los intérpretes sólo comenzaron a distanciarse un tanto en la tercera variación del segundo movimiento y en la primera parte de su coda. El primer impulso abiertamente expansivo se percibió en el breve Minueto a la húngara. Fue como el amanecer sucedido por un mediodía en forma de Presto, donde se lograron efectos de color sonoro tan deliciosos como los oídos al conjunto en los torbellinos conducentes al desarrollo y al apacible final.

Culminó y confirió plena coherencia al rumbo trazado un Sexto deslumbrante de principio a fin. Seguramente porque había de ocupar por entero la segunda parte, se repitió la exposición del primer movimiento. La cima de la velada la escaló no obstante un Adagio de preciosa prosodia cantabile, perfectamente atinado en todo: ritmo, equilibrio, claridad, empaste, velocidad, tensión. Para cuando llegamos a la Fuga conclusiva, el ánimo estaba dispuesto para una explosión de vida y calor: como la que efectivamente recibió.

Extrañó que no se diera ninguna propina, porque si bien no se aplaudió ni hubo tanto público como se merecía, sí sobró para por lo menos justificar algún añadido.